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ARMANDO FUENTES AGUIRRE (CATÓN)

En el humilde cementerio de la aldea hay una tumba sin lápida, olvidada. Los que pueden leer en las tumbas sin lápida saben sin embargo lo que esa tumba proclama sin hablar:

"Yo fui un hombre sin nombre. Viví la perfecta felicidad que, dicen, goza el que no es ni envidioso ni envidiado.

No supe nunca de prédicas o teologías, pero fui pastor de ovejas, y mi vida fue libro que me probó que Dios existe. Lo aprendí en la regularidad perfecta de las estaciones, en el exacto camino de los astros, en la maravillosa visión de la eterna vida que se renueva tras la muerte. Vi nacer los corderillos y vi surgir el brote de las plantas y de los árboles en la primavera. O ciego o loco o necio tendría que haber sido para no darme cuenta de que hay un Creador que hizo el mundo y que lo ordena.

"Fui parte de la vida. Cuando llegó mi muerte la recibí con voluntad conforme, como parte de la vida. Y ahora vivo vida nueva...".

Se interrumpen aquí las voces de la tumba. La muerte, igual que el vientre de la madre, no habla de la vida que lleva en su interior.

¡Hasta mañana!...

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