Columnas la Laguna

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Unos casados se divorciaron por incompatibilidad de caracteres. Ella era una mantequilla, y él un hierro al rojo vivo. Pero la mantequilla estaba fría y dura, y el hierro estaba caliente y blando. Sonó el teléfono del manicomio. “Comuníqueme con el paciente del cuarto 102”. “No hay nadie en el cuarto 102”. “¡Magnífico! ¡Eso significa que realmente me escapé!”. Doña Gorgona fue a consultar a una adivinadora. Echó las cartas la mujer y una mirada de inquietud apareció en sus ojos. “Señora -le dijo-, leo aquí que su esposo morirá mañana”. “Eso ya lo sé -respondió doña Gorgona-. Lo que quiero que me diga es si la policía sospechará de mí”. Casi todos los mexicanos sabemos leer. Aun así somos mayoritariamente analfabetos porque no leemos. Quien sabiendo leer no lee es semejante al que pudiendo ver va por el mundo con una venda en los ojos. El amor a los libros, igual que otros amores, debe empezar en el hogar. Yo leo porque vi a mis padres leer. Mi mamá leía versos: de Nervo, de Darío y de un novísimo poeta apellidado Neruda. También leía novelas: de Vicki Baum, Somerset Maugham y Pearl S. Buck (no del Padre Coloma y Fernán Caballero, como mis católicas tías). Por su parte mi padre leía periódicos: “El Heraldo del Norte”, de Saltillo; “El Sol” de Monterrey; el “Excelsior” de la Ciudad de México; revistas: “Selecciones” y “Sucesos para todos”, y libros, especialmente de cacería, como “Cien días de safari”, de Julio Estrada. Yo seguí el ejemplo de ellos y leía sin vigilancia alguna todo lo que había en la pequeña biblioteca familiar. Recuerdo haber leído la vida de San Ignacio de Loyola, del padre Rivadeneira, y en seguida “Flor de fango”, de Vargas Vila. Digo todo esto porque mañana estaré en la FILEY de Mérida, a las 4 y media de la tarde, en el salón Uxmal, para presentar mi más reciente libro, “Teologías para ateos”. El nombre “Feria Internacional de la Lectura” es un acierto, porque el libro que no se lee es un objeto inerte, como una piedra o un ladrillo. Cuando leemos un libro, en cambio, el libro adquiere vida, y la adquirimos también nosotros. Hagamos que nuestros hijos lean desde pequeños. La mejora manera de conseguir eso es leer nosotros mismos. Frente al escaparate de la agencia de viajes el ancianito y la ancianita, ambos de aspecto humilde, veían con ojos extasiados el cartel que anunciaba un crucero por el mar Caribe. Los miró desde su escritorio el dueño de la agencia y se conmovió profundamente. Los hizo pasar a su oficina y les dijo, emocionado: “No pude menos que advertir la ilusión con que veían el anuncio del crucero por el Caribe. Me recuerdan ustedes a mis padres. En su memoria quiero que me permitan obsequiarles dos boletos para ese crucero, con todos los gastos pagados”. En efecto, los viejitos hicieron aquel viaje. A su regreso la ancianita fue a la agencia y le dio las gracias al generoso dueño. “Pero dígame -le preguntó intrigada-, ¿quién es el viejillo aquel con el que tuve que compartir el camarote?”. Pepito le preguntó al padre Arsilio: “Señor cura: cuando un cura cura a un cura que necesita cura, el cura a quien el cura cura ¿se cura de que el cura que lo cura sea buen cura?”. El sacerdote se rascó la cabeza y contestó: “Hijo mío: creo que esa pregunta es para el señor obispo”. El médico le informó a su paciente: “No tiene usted nada. Lo que pasa es que está crudo”. “¡Gracias a Dios!” -clamó el sujeto-. ¡Pensé que tenía embolia, infarto al miocardio, pérdida de la visión, dislalia, úlcera duodenal, colitis, pulmonía, encefalitis, fiebre aftosa, desprendimiento de

vejiga y meningitis cerebro-espinal!”.

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