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De clientelismos y populismos

Urbe y Orbe

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

El clientelismo y el populismo son dos de los conceptos más manoseados en México y el mundo. Y esto no quiere decir que no cuenten con su buena dosis de realidad; por el contrario, como son tan evidentes, los distintos partidos y actores políticos los utilizan a discreción y conveniencia cuando pretenden descalificar o atacar a sus contrincantes. Populista y clientelar son dos piedras que se lanzan frecuentemente en los debates desde diestra y siniestra, como si ambos bandos estuvieran libres de esos "pecados". Pero ambos conceptos, como muchos otros, tienen dos acepciones: una neutral y otra peyorativa.

El clientelismo es una práctica casi tan antigua como la democracia y consiste en un intercambio de favores entre un político o funcionario y los electores con el fin de obtener de estos su voto. La connotación negativa viene dada por la entrega de apoyos económicos y/o en especie condicionados desde la estructura del poder con el objetivo de beneficiar a un partido o actor político. Es decir, se usan recursos del Estado en favor de una persona o grupo.

El populismo es una corriente practicada por políticos y partidos que consiste en intentar representar los intereses de las clases bajas o populares de una sociedad. La acepción peyorativa surge a partir del uso de dicha representación para impulsar una agenda particular o gremial en nombre de una supuesta mayoría. O sea que, desde una posición de proyección o poder público, un grupo político se asume como la única voz o la más representativa de las clases menos favorecidas.

Si repasamos con cierta agudeza la historia reciente de México no será difícil encontrar que todos los partidos políticos han incurrido en las prácticas más negativas del clientelismo y el populismo, las cuales, hay que decirlo, proliferaron dentro del otrora omnipresente y omnipotente Partido Revolucionario Institucional (PRI), instituto político concebido desde el corporativismo para fusionarse con el Estado en el régimen postrevolucionario.

La fórmula fue tan exitosa para los objetivos electoreros que incluso la oposición llegó a replicar dichas prácticas y tendencias cuando llegaron a ser gobierno. Prueba de ello es que los programas sociales del priato del siglo XX y luego del -valga la expresión- "prianato" del XXI no lograron despojarse de ese tufo clientelar, así como tampoco los discursos ni la propaganda pudieron alejarse del populismo, presente sobre todo en las campañas, cuando se dice lo que los electores quieren oír y no lo que es necesario hacer para mejorar el rumbo del Estado.

Hoy, como muchas otras cosas, el clientelismo y el populismo en México se están transformando -que no desapareciendo- para adquirir otra dimensión, de la mano del presidente Andrés Manuel López Obrador y su Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), un partido político sui géneris que ha pasado de ser el bastión de la izquierda electoral mexicana a una especie de "atrapalotodo". Si antes la apuesta del PRI y Acción Nacional (PAN), hoy opositores, era la de intentar disfrazar ese clientelismo y populismo, o sólo manifestarlo abiertamente en años electorales, con López Obrador la impronta es permanente.

Un cambio importante en cuanto al clientelismo es la desaparición de la estructura piramidal partidista en donde los liderazgos territoriales en barrios, colonias y comunidades rurales jugaban un papel muy relevante. Ahora, el gobierno de López Obrador ha desplegado sus programas asistenciales con el uso de los promotores del voto, devenidos en empadronadores, pero que están encargados sólo de levantar el registro de inscritos, ya que el dinero se deposita directamente al beneficiario. Es decir, ya no existe la figura del intermediario y el vínculo clientelar es directo entre gobernante y gobernado.

No obstante, las nuevas maneras conviven en los estados con las antiguas y no tan antiguas formas clientelares, como el caso de Coahuila en donde el gobierno priista ha lanzado la tarjeta "Mera Mera", que evoca al controvertido "Monedero de la Gente" o la no menos polémica tarjeta "Más Mejor", lanzadas durante los 12 años del moreirato (2005-2017).

En lo que concierne al populismo, el presidente López Obrador y sus correligionarios se asumen como representantes únicos de la voz y el sentir popular y, por lo tanto, tienden a descalificar cualquier cuestionamiento que venga desde afuera de su amplio movimiento, incluso aunque surja de estratos socioeconómicos bajos de la población. En ese tenor, AMLO está utilizando la herramienta de la consulta -con todas las dudas en su aplicación y legitimidad- para cubrir sus decisiones de un barniz popular en temas ya aprobados por él y su grupo.

Esto representa una novedad respecto al populismo de los últimos gobiernos, los cuales referían exclusivamente el mandato de la mayoría que las urnas les habían otorgado, aunque esa mayoría fuera débil o se hubiera construido bajo métodos antiéticos, ilegítimos sino es que hasta francamente ilegales.

Ni el populismo ni el clientelismo surgen con el lopezobradorismo, así como tampoco son característica exclusiva de este movimiento. Lo que ocurre con ellos hoy es una transformación. El predominio de estas prácticas y corrientes se viene dando desde hace años, no sólo en México, sino en todo el orbe, y tiene que ver con la cada vez más fuerte competencia electoral, el desprestigio de los partidos tradicionales, la pérdida de representatividad política de quienes ejercen cargos públicos y la hegemonía de la visión de mercado en la sociedad y la política, con la que no se busca orientar, guiar o liderar sino sólo prometer el cumplimiento de una expectativa material y efímera.

En la medida en que cuesta más trabajo convencer con ideas al electorado, más se echa mano del populismo y el clientelismo en sus peores acepciones. En la medida en que el electorado se ajusta más a una visión de mercado y se aleja de la visión de Estado, más propenso está a pedir de sus gobernantes que digan lo que desean oír o que les cumplan sólo aquello que resulta tangible e inmediato. Y esta realidad abriga el riesgo de que por satisfacer sólo las necesidades momentáneas de la población se deje de invertir en la creación de infraestructura de gran calado para un futuro sostenible, además de que las expectativas del intercambio democrático se mantengan en el ámbito exclusivo de lo utilitario y momentáneo, lejos de la visión de largo plazo y de las políticas de mayor aliento.

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Escrito en: Editorial Periférico

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