Lloraba la muchacha al pie del pozo. Su gallina había caído en él y se había ahogado. Su padre la iba a reprender, y quizá hasta golpear por esa pérdida.
-¿De qué sirve que llores? -le decían los vecinos-. Esto no tiene ya remedio. Y ni siquiera puede sacar la gallina, pues el pozo es muy hondo y apenas se le alcanza ver ya muerta.
En eso pasó por ahí un caminante y lo conmovió la aflicción de la joven. Hizo un ademán. Las aguas del pozo se elevaron y trajeron a la superficie a la gallina, que volvió a la vida y cacareó en los brazos de la feliz muchacha.
Parece éste un milagro de San Francisco de Asís, una de sus florecillas llenas de gracia y de color. Pero no es franciscano este sencillo prodigio de sabor tan popular. Es jesuita. El milagro lo hizo San Ignacio de Loyola, santo al que se considera severo, adusto y riguroso.
Demos gracias a Dios por la gracia de Dios. Con ella se pueden hacer cosas de mucha gracia.
¡Hasta mañana!...