Columnas Social

Pequeñas especies

UN REPELENTE AL FRÍO

M.V.Z. Francisco Núñez González

Terminaba el séptimo semestre de la carrera de Veterinaria, había sido muy extenuante el período de exámenes, sobre todo Patología, que necesitaba sacar una buena calificación para poder promediar con el examen parcial que nos hacía el médico titular de la materia durante el semestre. Ese examen parcial jamás lo programaba, escogía un día al azar de clases y escribía en el pizarrón el nombre de la enfermedad a desarrollar, sólo decía: saquen una hoja, es examen. Eso nos obligaba a ir preparados a diario no sólo con el tema actual, sino también con los temas de meses anteriores, eran cientos de enfermedades y de varias especies animales. Aún recuerdo el nombre de la enfermedad de esa evaluación, "Retículo peritonitis traumática", como si hubiese pasado sólo unos meses. Gracias al método del maestro, a Blood Henderson y Hutyra Mareck, autores de los libros de Patología, mis compañeros son excelentes veterinarios y expertos en las enfermedades de los animales. Había logrado aprobar las seis materias del semestre y merecía mis vacaciones. Al llegar a casa, mis padres no se encontraban en la ciudad, Juan, compañero de clases con quién más convivía (gran amigo hasta la fecha), me invitó a ir con su familia a pasar unos días a la Presa Lázaro Cárdenas, mejor conocida como "El Palmito". Le avisé a mi hermana y me fui de vacaciones. Antes de salir, el papá de mi amigo, don Fidel, le había hecho afinación al automóvil y nos encargó colocar el carburador, sólo era apretar cuatro tuercas y mi amigo me delegó dicha tarea para el viejo Valiant automático que le decían "El mako". Emprendimos el viaje de poco más de doscientos kilómetros, todo iba de maravilla hasta que empezó a fallar "El mako" pasando Mapimí, se tironeaba, pero el carro jamás se detuvo, y durante el trayecto, el papá de mi amigo no lo revisó, pues suponía la falla, la gasolina que le puso se la habían regalado creyendo que contenía agua y él se lamentaba durante el camino por haberla aceptado. Al llegar a nuestro destino, lo primero que hizo fue revisar el automóvil, al notar que el carburador se encontraba suelto sin apretar, yo esperaba un buen regaño por haber sido el culpable, ni siquiera me dio tiempo a que diera mi excusa, siempre apretaba de más las tuercas hasta que las transroscaba y por eso no las había apretado demasiado. Se nos quedó viendo a Juan y a un servidor con una paternal sonrisa y sólo nos dijo: "Diantre cabezas de marrano". Don Fidel fue un excelente padre de una maravillosa calidad humana. Después de comer, salimos a pescar, pasaban las cinco de la tarde, estaba venteando y el agua se encontraba muy agitada, la presa se encontraba casi a su capacidad total, cuatro mil millones de metros cúbicos, una de las más grandes del país. Nos decían los pescadores que era mejor salir hasta mañana, pero don Fidel, su compadre don Ramón, ahora suegro de Juan, y yo, salimos a la aventura, sin agua para beber, sin salvavidas, sin ropa adecuada, sólo las cañas de pescar, los anzuelos, una pequeña y modesta lancha con su viejo motor, supuestamente sólo íbamos a la orilla y nos regresaríamos de inmediato. Confiando en nuestra lancha, nos adentramos a la presa y al regresar ya oscureciendo el motor se detuvo, estando en el centro de la presa, sin la presencia de la luz de la luna ni las estrellas como es hermosamente tradicional en esos parajes para orientarnos, empezamos a remar, pero hacia dónde, no se veía absolutamente nada, nos había tocado una de las noches nubladas más oscuras de la temporada, don Fidel remaba y cuando lo quise suplir, al movernos de lugar la lancha se ladeó y entró agua, ésta se encontraba como a diez grados de temperatura extremadamente fría, era muy pequeña la lancha para nosotros. Afortunadamente, vimos una pequeña luz que se encontraba como a seis kilómetros de distancia, se trataba del campamento de trabajadores que vivían al lado de las compuertas de la presa, era nuestra guía para saber hacia dónde remar, y exactamente a la media noche se apagó la luz, quedamos una vez más a la deriva, nadie platicaba, se notaba un silencio sepulcral, jamás entramos en pánico, pero estoy seguro que era el más temeroso y oré en silencio, me desaté las cintas del calzado por si caíamos al agua y poder nadar, pero hacia dónde, eran kilómetros de distancia a la orilla, escuché decir entre dientes a don Fidel: "Señor, ¿por qué te olvidaste de nosotros?", siendo el líder y el más optimista, recuerdo que le dije inmediatamente: "Nos está cuidando don Fidel, todavía estamos aquí", me dijo sonriendo, tienes razón hijo, fue cuando alcanzamos ver la orilla de un cerro y llegamos sanos y salvos después de horas de navegar, un cerro sin vegetación aparente, sólo enormes rocas, el frío era intenso, sólo llevaba puesta una playera de manga corta, dormía a ratos, pero me despertaba el intenso frío, alcanzaba ver a mi amigo durmiendo abrazándose mutuamente con su padre para mitigar el frío y aún así titiritaban, don Ramón muy tranquilo con su sombrero sobre el rostro, dormía plácidamente, pensé varias veces en abrazarlo, pero como era gente reacia de campo, estaba seguro que me lo tomaría a mal. Pasaron unas horas y vimos a lo lejos las luces de tres lanchas, y como había torneo de pesca, pensamos en la gran afición que tenían al salir a pescar a las tres de la mañana, una de las veces que desperté de tantas por el frío, vi a don Ramón con una minúscula fogata que había hecho con las raíces que había sacado debajo de las piedras, me acerqué, después lo hicieron padre e hijo, pero sólo duraron unos minutos las delgadas brazas, empezó a clarear el día y fue cuando sacaron gasolina del motor y rociaron una piedra y le prendieron fuego, aunque sólo duraba unos segundos fue la sensación más reconfortante, y eso me volvió a la vida, lo demás sería lo de menos. Estoy seguro quien más disfrutó nuestra aventura fue don Ramón, al regresar al pueblo a las ocho de la mañana era el único con su caña de pescar en las manos, de repente gritaba con una enorme sonrisa: ¡Allá brincó uno compadre! Y don Fidel remaba hacia el lugar donde había saltado el pez, al llegar vimos a lo lejos una gran multitud de gente y gran algarabía gritando y festejando en las orillas del embarcadero, al acercarnos alcancé a escuchar: ¡Sí son ellos, están vivos, el papá y el hermano de la maestra! La maestra de la escuela era Martha, hermana menor de Juan, así que todo el pueblo se había enterado de nuestra pérdida y toda la noche nos habían buscado las lanchas que no eran los pescadores que creíamos. Al llegar era un mar de lágrimas y abrazos de los hermanos y el papá, hasta yo llegué a recibir abrazos de gente que no conocía, una gran odisea con un final feliz. Me di cuenta que mi orgullo actuó como un repelente al frío, así pude congelarme, ¡pero nunca le pedí abrazar a don Ramón!

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