Columnas la Laguna

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Llámame pendejo, Armando. Por favor, llámame pendejo. No "tonto", "menso" o "zonzo". Pendejo, así con todas sus letras. De seguro no me lo llamarás, pues soy tu tío. Pero también somos amigos y por tanto puedes asestarme ese calificativo y otros más sonoros aún. No me ofenderás, te lo aseguro: los mereceré de sobra todos. Voy a decirte por qué. Tú conoces mi edad: es tres veces mayor que la tuya. Debido a esa circunstancia ves mejor que yo, oyes mejor que yo, caminas mejor que yo. Y lo más importante: tú eres capaz de excitarte hasta con una escoba, en tanto que yo requiero ya estímulos mayores. He de decirte que aun así todavía empleo esos fármacos -¡benditos sean!- que han venido a aumentar los años útiles de quienes ya eran inútiles. Habré de necesitarlos algún día, claro, y venido el caso los utilizaré para seguir gozando, siquiera sea a trompicones, de ese inefable goce que es el trato de cama con mujer. Si Diosito bueno inventó deleite más deleitoso que ése seguramente se lo guardó para él y no lo ha comunicado a nadie. De mí te sé decir que cuando llegue el momento de irme de esta vida tomaré el camino a la otra con la esperanza de que en el Cielo me reciba, a más del buen Señor, un ángel femenino de rostro angelical y curvas no tan angelicales que me guiñará el ojo a hurtadillas. Entonces sabré que estoy en el paraíso, y no me importará tener que escuchar a mañana, tarde y noche el monótono coro de los bienaventurados, ni soportar el continuo revolar como de mosca de querubines y serafines sobre mi cabeza. Esa criatura celeste me llevará a descansar -y a algo más- en lugares de verdes y delicados pastos, aleluya. Pero advierto que me estoy yendo por los cerros de Úbeda. ¿Por qué te pido que me digas pendejo? Porque conocí a una hermosa y gentil dama que si bien no me guiñó el ojo -ya no se usa- me dio a entender con sus miradas que yo no le era indiferente. Más aún: hizo conversación conmigo, y en un momento dado de la charla me dijo esto: "Qué bonitos labios tienes, Felipe. Me gustará alguna vez probar tus besos". ¿Puedes pensar en una incitación más clara? Pues bien: ¿sabes qué hice? ¡Nada! ¡No hice nada, sobrino! Sentí un mariposeo en el estómago; me aturrullé todo y apenas acerté a decirle "Gracias". ¡Yo, Armando, que hace apenas unos cuantos años era dueño de la palabra y la obra! Y es que tuve miedo de no poder ponerme a la altura de las circunstancias, si entiendes lo que te quiero decir. No soy el único hombre a quien le ha sucedido algo así. Ese temor es frecuente entre los de mi edad. Pensamos que a la hora de la verdad fallaremos lamentablemente. Así la conciencia hace de todos nosotros unos cobardes, y así los primitivos matices de la resolución desmayan bajo los pálidos toques del pensamiento. Esto último no es mío; es de Shakespeare en "Hamlet". Por tanto no sucedió nada. Ella se fue a su casa; yo a la mía. Después de un par de semanas me topé con la dama y juzgué mi deber explicarle lo que me había sucedido, para que no fuera a pensar que la cosa estuvo en ella. Y entonces me dijo algo muy bello; algo que sólo una mujer sensible puede decirle a un hombre. Me dijo con una sonrisa comprensiva: "Tonto. Yo no quería tus erecciones. Quería tus emociones". Eso quiere decir, Armando, que efectivamente no estuve a la altura de esta mujer, pero en un sentido totalmente contrario al que pensé. No la entendí. Y si no entiendes a una mujer es porque no entiendes a ninguna. Dime pendejo entonces. No "tonto", "menso" o "zonzo". Pendejo, así con todas sus letras.. FIN.

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