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¿El odio como proyecto?

Asuntos corporativos

EDGAR SALINAS

Lo sucedido en Tlahuelilpan, Hidalgo, el pasado fin de semana es una tragedia. Hora tras hora el número de personas fallecidas se ha ido incrementado. El luto debía caracterizar estos días al país. Y también una profunda reflexión de los extremistas límites que hemos cruzado y prácticamente convertidos en algo normal.

Pero no ha sido así.

La tragedia ha quedado en un plano secundario ante los posicionamientos de encono vertidos en la opinión pública y con especial énfasis en las redes sociales. Un dolor de este tamaño no ha sido ocasión para que se imponga una voz que unifique ante lo inaceptable, independientemente de las filias y fobias políticas. Por el contrario, se ha acentuado el ataque; la explicación necesaria ha adquirido tonos de justificación y el señalamiento obligado tintes de sumario enjuiciamiento.

No ha habido lugar para el luto. Ni la reflexión responsable ha ganado espacio. Se mantiene el enfrentamiento y cobra fuerza la polarización.

La promesa del nuevo equipo gubernamental es la de una transformación de la gestión de lo público con base en la erradicación del lastre histórico de la corrupción, sujeta a una moralidad en los funcionarios que garantizaría por sí misma la transparencia, rendición de cuentas y conducción adecuada de los asuntos y recursos públicos. En contraparte, quienes se encuentran en la oposición política, ya sea desde la sociedad civil o desde algún partido político, han aprovechado toda ocasión posible para denunciar inconsistencias e hipocresías de la narrativa oficial y generalizar la actuación federal.

Esta condición, que de suyo parecería propia de la normalidad democrática, ha tenido tales rasgos de encono que está desgastando el debate público al llevarlo a posiciones irreductibles donde campea la descalificación personal y de grupo. Ni la tragedia mesuró o llevó a un punto de encuentro para el diálogo constructivo; reitero, ha sido ocasión para profundizar en las diferencias.

Lograr la victoria electoral no significa ganar la percepción permanente ni el aplauso acrítico a toda oferta de la propuesta ganadora. Haber sido derrotados electoralmente no implica quedar imposibilitados para diferir, opinar y tener razón. Sin embargo, pareciera que de un lado hay una suerte de posición en la que el triunfo otorga razón a todo argumento y, del otro, que las inconsistencias evidentes son motivo suficiente para invalidar toda acción del nuevo gobierno.

Al final, no hemos superado el tono marcado por el encono de las campañas del año pasado. Esta situación no es el mejor escenario para el relanzamiento que como país necesitamos. Más bien parece la ruta propicia para mantenernos en la mediocridad económica e institucional.

Si ampliamos el contexto a lo que ha sucedido en los últimos años en diversas regiones, no estamos lejos de que se estén generando condiciones discursivas para dar apoyo, en nuestro país, a voces extremistas de orden autoritario que en el futuro próximo le hagan sentido electoral a una sociedad que paulatinamente se encuentre harta de acumular fracasos en los eslabones que constituyen el sentido de una sociedad, por ejemplo la mejoría en las condiciones de bienestar, ingreso, seguridad e integridad personal, salud, etcétera.

El desafío no es menor. No solamente se trata de encontrar espacios de diálogo donde la escucha no sea un acto de voluntad ocasional sino una práctica institucional y donde las razones pesen por la valía de los argumentos y no por la coyuntura de las percepciones o las tendencias en redes. Urge aprender a gestionar fructíferamente al país en un contexto donde la libertad y la democracia pierden terreno ante discursos que prometen paraísos intramuros como si eso fuera posible en el mundo digitalizado y ultraconectado que vivimos.

Es desesperante la manera en que posponemos la maduración del orden democrático y la conformación de las instituciones necesarias para su mantenimiento. Y ahora, en el momento en que las capacidades del país favorecerían la tenencia de ideas y mecanismos de crecimiento, nos aferramos a diluir energía en enconos estériles. No estoy diciendo que deba obviarse el debate; al contrario, lo que estoy diciendo es que lo haya, pero de ideas, de razones, de proyectos. No de descalificaciones permanentes. El odio, el encono público, no puede ser proyecto de nada salvo del fracaso como país. Otro más.

Es difícil, pero habría que ser optimista en que esto sea una fase del proceso de reacomodo gubernamental. A nadie conviene el desgaste permanente. No habrá puntos de encuentro sin disposición para el diálogo constructivo. Normalizar el fracaso institucional puede convertir grandes tragedias en meras acciones secundarias para el guión de la confrontación estéril (como ha sucedido) y con ello volver a perder colectivamente.

@letrasalaire

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