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EL SÍNDROME DE ESQUILO

CASAS DE CARTÓN, RIFLES DE PALO

VICENTE ALFONSO

“A los niños de mi comunidad les gusta escuchar esta canción. Les gusta cantarla. No se sienten mal porque se les ha enseñado que es una forma de vivir libres, donde disfrutan de lo poco que tienen pero lo mucho que son”, dijo la muchacha cuando terminó de cantar “Casas de cartón”, una canción que siempre me pareció dramática. En la voz de la muchacha, no del todo afinada, los versos de Alí Primera sonaban distintos. Tal vez porque antes de empezar dijo que durante años había vivido en una casa de cartón, sintiendo que la casa se iba con el lodo, la lluvia y el viento del cerro.

Le llaman compañera Edna y a ella se debe que hoy esté aquí, en la comunidad indígena Emperador Cuauhtémoc. Una colonia periférica que, a once años de fundada, tiene casas de bajareque, de bloc, de lámina y claro, de cartón. Una colonia que no tiene drenaje, ni pavimento, ni agua corriente. El agua la traen en pipas. Hay, eso sí, energía eléctrica. Desde aquí se alcanza a ver casi completo el laberinto de cañadas que es Chilpancingo: un caos de casas, negocios, milpas, avenidas que suben y bajan, dan vueltas.

No es la postal de las casas de cartón lo que me trae, sino que la comunidad celebra un club de trueque. El día que la escuché cantar en una actividad de universitarios, Edna lo mencionó. Entonces me ofrecí a venir, pues me interesan las experiencias al margen de la economía formal desde el día en que, hace casi veinte años, me invitaron a un club de trueque en Argentina. Eran los aciagos días del corralito financiero, de las devaluaciones y los cacerolazos. A la entrada del sitio de intercambio un letrero advertía: acá el dinero es ilegal.

Hoy en Chilpo la cosa no es tan drástica. No al menos en este club que se organiza periódicamente.

A quienes no traen qué intercambiar se les permite comprar las mercancías. Hoy no ha venido mucha gente, tal vez porque el cielo gris promete lluvia. Cada quien acomoda lo que ha traído en mesas, tapetes, mantas e incluso en el suelo. Miel, jabones, zapatos, fruta, huevos, café. No hay rastro de Edna.

Desde su fundación, alrededor de 2007, la colonia tiene su propia escuela primaria, con más de cincuenta alumnos, aunque no es reconocida por la Secretaría de Educación estatal. Una escuela que procura la convivencia entre los diferentes grupos étnicos que habitan en el estado: na´savi (mixtecos), amuzgos, me´phaa (tlapanecos) y nahuas.

Le pregunto por Edna a un muchacho que ofrece morrales de piel, pulseras, cuadernos. Me observa desconfiado, me dice que sí la conoce pero hace rato que no la mira. Pronto aprendo que todo en esta comunidad apunta a neutralizar a las visitas indeseables. “Aquí no entra el Estado”, dirá el muchacho dentro de un rato, cuando tengamos ya quince o veinte minutos platicando, y le haya dado santo y seña de quién soy, qué hago aquí. Desde hace tres años, la colonia tiene también su propia policía comunitaria. Se debe a que en 2014 empezó a haber robos y los vecinos se organizaron para patrullar el área armados con rifles, machetes, tubos. Algunos usan rifles de palo. Pero no hablan mucho de eso. Sólo dicen que aquí no hay robos ni balaceras e insisten en un aspecto de las policías comunitarias que mucha gente ignora: la reeducación. Buena parte de los grupos que pertenecen a la Policía Comunitaria de Guerrero lo aplican. Consiste en poner a quienes cometen faltas a hacer trabajo comunitario. El tipo de trabajo es determinado por las autoridades de la colonia en función de la gravedad de la infracción.

Mientras la urvan rebota por el camino de regreso, me prometo investigar mejor el origen de la policía comunitaria y de las autodefensas.

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