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Un mundo sin carteros

JORGE ZEPEDA PATTERSON

Putin, Trump y López Obrador contra Apple, Amazon o Danone. El desencanto que producen los excesos y distorsiones de la globalización ha puesto de moda una vez más algo que parecía condenado al gabinete de los anacronismos: el Estado Nación. Súbitamente parecería que el nacionalismo es la única respuesta a la frustración que deja en los pueblos la subordinación a una economía abierta. Treinta años después de la caída del Muro y del supuesto fin de la historia, con la hegemonía absoluta del mercado libre, está claro que el proceso ha dejado muchas frustraciones y hartas víctimas. La mano invisible de los mercados no terminó por globalizar el bienestar de los pueblos del mundo. Primero porque esa mano no tenía nada de invisible toda vez que los titiriteros claramente despachaban desde Wall Street, Silicon Valley y Pekín imponiendo sus intereses al resto. Y segundo, porque lejos de generalizar el bienestar, el fenómeno terminó disparando la desigualdad entre países, entre regiones dentro de cada país, entre ramas económicas y, sobre todo, entre sectores sociales. Zonas completas en África, Medio Oriente o Centroamérica perdieron presencia en los circuitos productores de valor; regiones puntuales en todos los países (desde Ohio o Luisiana en Estados Unidos, Zacatecas o Oaxaca en México, , Extremadura en España y un largo etcétera) simplemente no pudieron articularse a los nuevos mercados; industrias nacionales y agriculturas tradicionales fueron barridas por el tsunami mundial sin poder reconvertirse a los nuevos tiempos.

Como respuesta han surgido, y más bien por impulsos emocionales, nuevos líderes que pugnan por una resistencia local frente a las desventuras globales: el Brexit, Donald Trump y su America First, Putin y su relanzamiento de la gran Rusia, y otros émulos en Hungría, Italia o Brasil de corte reaccionario o versiones de izquierda como López Obrador en México.

Todos ellos con distintos propósitos y métodos buscan responder a las reivindicaciones de grupos sociales, étnicos o regionales que por razones reales o supuestas se sienten agraviados por un proceso de transformación que les ha dejado de lado o les ha vulnerado. Algunos de estos líderes simplemente "profitan" de este malestar, para acceder y mantenerse en el poder, otros creen genuinamente que pueden hacer algo para mejorar la situación de las alicaídas vidas de sus votantes. Con mayor o menor énfasis todos ellos apelan a distintos matices de proteccionismo, a un Estado interventor capaz de modificar las tendencias desfavorables del mercado, al nacionalismo como bastión frente a un internacionalismo adverso.

La resistencia a los efectos distorsionadores de la globalización es correcta, por muchas razones. Un poco como el naturismo, los remedios orgánicos o la medicina alternativa puede ser útil ante los excesos evidentes de las prácticas agresivas de los hospitales, los medicamentos químicos o los abusos quirúrgicos. Pero una versión exagerada de estos proteccionismos puede ser mortalmente dañina. La globalización no surgió simplemente por diseño, sino que fue el resultado de un mundo en el que las tecnologías, la cibernética, el tiempo real a escala planetaria desbordaron de manera natural a las fronteras, a los límites y posibilidades de los gobiernos individuales. En la Edad Media la necesidad una moneda reconocida, la seguridad de los caminos, el transporte a mayor escala, la circulación de mercancías de Oriente o del nuevo mundo desbordó el ámbito de la Ciudades Estado o los reinos feudales, y obligó al surgimientos de los Estados nacionales capaces de bregar con un mundo más complejo.

Hoy sucede lo mismo a una escala mayor. El cambio climático, la velocidad de las comunicaciones, la aldea global que vive en tiempo real, el fundamentalismo religioso y sus retos, los valores y hábitos de consumo universales, la circulación inmediata del dinero que posibilitan las nuevas tecnologías, las redes sociales o y equivalentes, la emigración o el turismo, las cadenas productivas interdependientes y al margen de las fronteras, hacen del Estado nación una unidad desbordada en muchos sentidos. Un país puede decidir, por así convenir a sus intereses, basar la generación de energía en el carbón y al mismo tiempo envenenar la atmósfera planetaria. Otro puede asumir criterios de explotación pesquera que extinga especies o contaminar ríos que arruinen los mares. Un lujo que los seres humanos ya no pueden darse.

No está mal que los países reaccionen y que no se entreguen incondicionalmente a una globalización dictada por los mercados y que trae tan cargados los dados a favor de unos y en perjuicio de otros. Mucho puede hacerse para matizar sus daños y redistribuir sus beneficios. Pero está claro que no puede haber regreso a un mundo pre Amazon o pre Netflix. Las diligencias no tienen cabida ni las máquinas de escribir podrán sustituir a los teclados digitales. Nadie tiene la culpa de los que los carteros sean un oficio en proceso de extinción y sería absurdo reinstalarlos por decreto. La nostalgia no es posible en los nuevos escenarios. Habrá que redefinir el papel de los gobiernos y de los organismos multilaterales para buscar un balance entre el ámbito nacional, cada vez más exiguo querámoslo o no, y la escala mundial. Reconocer la globalización no equivale a una rendición inevitable; el nacionalismo o los gobiernos estatales no son una salida pero pueden ser los gestores de una globalización más civilizada. A condición de en entenderlo.

@jorgezepedap

www.jorgezepedap.net

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Escrito en: Jorge Zepeda Patterson

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