En un pasado todavía reciente, con motivo del inicio de un nuevo año, las personas solíamos hacer una lista de propósitos para encarar el futuro, sobre la base de un plan de trabajo y una serie de compromisos de acuerdo a las circunstancias.
Hoy día está en boga hacer un recuento de las expectativas es decir, de lo que esperamos recibir del año que comienza, mediante un proceso que se parece a una lista de buenos deseos o temores, generados en virtud de una adivinanza, según la visión positiva o pesimista de cada quién.
En ese orden de ideas y de cara a los resultados electorales del pasado primero de julio, que modificaron de modo dramático el mapa político mexicano, y arrasaron con el antiguo régimen de partidos tal y como lo conocíamos hasta entonces, el país ha quedado dividido entre quienes apoyaron al entonces candidato López Obrador y a su Partido Morena, impulsados por un deseo de cambio radical y de otra parte, quienes avizoran el porvenir desde una perspectiva amenazadora de incertidumbre.
Entre los extremos de ambas posturas de esperanza o incertidumbre, es necesario que los mexicanos desarrollemos una visión de compromiso que con base en propósitos individuales y colectivos concretos, nos permita construir nuestro propio destino como nación, a partir del entorno en el que estamos insertos a saber: familia, ciudad, región y en general los organismos intermedios de la sociedad de los que formamos parte es decir, comunidades religiosas, clubes de servicio, agrupaciones sindicales, asociaciones profesionales, etcétera.
En otras palabras, es indispensable que con independencia de lo que nos depare el nuevo año en términos de lo que nos pueda dar el gobierno, la economía global o la suerte, acometamos los retos con la certeza de que somos los artífices de nuestro propio destino y lo que esperamos recibir, depende de muestro esfuerzo y de la solidaridad que prodiguemos en favor de los demás.
En ese orden de ideas, tenemos que reconocer que la sacudida electoral que nos coloca en la actual tesitura de cambio, seguirá un camino de mejoramiento o retroceso, en función de lo que hagamos nosotros mismos, en el terreno del trabajo productivo y la participación ciudadana, como timón y punto de referencia para orientar el proceso.
También debemos reconocer que el sistema vigente hasta el pasado primero de julio no funcionaba a satisfacción de la mayoría de los mexicanos, pues inclusive la versión priista del sistema que gobernó en el pasado sexenio, postuló un candidato externo ante la imposibilidad de sostenerse en las condiciones de ineficiencia y corrupción prevalecientes. Las primeras acciones del nuevo gobierno confirman el desorden y el dispendio en el gasto que priva en muchas áreas de la administración pública, así como la existencia de una estructura perniciosa de corrupción paralela en el caso de Petróleos Mexicanos y en muchas otras entidades del Estado, a las que urge meterles mano.
Tales primeras acciones del gobierno de López Obrador encuentran una oposición sostenida algunas veces por la defensa a ultranza de intereses bastardos creados al amparo del régimen desplazado y en otros casos, por la desconfianza de una sociedad temerosa ante la falta de contrapesos institucionales que equilibren el ejercicio del Poder Ejecutivo, y que de manera razonable y con todo derecho, cuestiona algunas de las medidas adoptadas hasta ahora.
Para entender y enfrentar esta nueva realidad se requiere una reflexión profunda y constante, que permita orientar el rumbo con la fuerza necesaria para sostener los aciertos y la flexibilidad suficiente para rectificar los errores en el día a día de nuestra vida pública y todo esto como ya se ha dicho, sobre la base de una conversión personal, de trabajo productivo y de participación ciudadana.
Hoy como nunca el año que comienza debe ser el de la participación ciudadana y en el plano productivo, es el momento de reconocer que no hay crisis que resista una jornada de trabajo completa, y una férrea voluntad de ahorro y austeridad.
