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Austeridad, la primera batalla

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NUESTRO CONCEPTO

Estaba previsto. El primer frente de la era López Obrador se está dando dentro de las estructuras del Estado mexicano por la llamada ley de austeridad. Se trata de una de sus principales propuestas de campaña y causante en buena parte de su triunfo en las urnas ante un electorado harto del dispendio y la opulencia de muchos funcionarios. Con la llegada del nuevo gobierno, ningún servidor público, del poder o nivel que sea, puede ganar más que el presidente que ha fijado su salario en 108,000 pesos al mes. Los primeros en protestar fueron los magistrados del Poder Judicial, la punta de la pirámide de los sueldos oficiales, con emolumentos que difícilmente puede devengar un alto ejecutivo de una empresa privada en México.

Una oleada de amparos y solicitudes de acciones de inconstitucional han detenido, por el momento, la aplicación de la Ley Federal de Remuneraciones de Servidores Públicos, propuesta por el propio equipo del presidente Andrés Manuel López Obrador. En consecuencia, la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión tendrá que armar el Presupuesto de Egresos de la Federación 2019 considerando los sueldos establecidos antes de la entrada en vigor de la nueva ley, mientras la Suprema Corte de Justicia de la Nación decide sobre el fondo del asunto.

Las reacciones no se hicieron esperar. Los partidos de oposición, PRI y PAN, principalmente, consideran que la norma vulnera la independencia de los poderes Legislativo y Judicial al ser el Ejecutivo el que decide los sueldos de los funcionarios de los otros dos. La respuesta del lopezobradorismo ha sido la de criticar la postura de “juez y parte” de la Corte Suprema y señalar a los “enemigos” de la austeridad. Como muchos otros temas, éste apunta a una polarización con el ingrediente extra de que se da dentro de las estructuras del aparato de Estado.

El problema no es la austeridad en sí. Es cierto que durante décadas los servidores públicos han recibido salarios muy por encima del promedio de la población sin que la cantidad esté debidamente justificada. La discrecionalidad en los ingresos de los funcionarios se ha convertido en una mácula del poder público, sobre todo frente a una sociedad que batalla cada vez más para llegar a fin de mes. Por lo tanto, es imposible negar que es necesario revisar y ajustar los salarios oficiales.

El problema apunta a una cuestión de forma, que por lo visto en este arranque de administración también es fondo. Hasta ahora no existe una argumentación convincente sobre por qué fijar como referencia el salario del presidente para todos los demás, y por qué determinar el tope en 108,000 pesos. ¿Por qué no menos? ¿Por qué no más? Es decir, el fantasma de la discrecionalidad se mantiene, pero ahora a la inversa, lo cual ha generado recelos innecesarios entre los integrantes de los tres poderes de la Unión.

Otra cosa habría sido si el presidente hubiera convocado a la creación de un estudio serio, transparente y bien sustentado sobre cuánto es lo que cada funcionario debe percibir de acuerdo a su responsabilidad y perfil, y a partir de él persuadir sobre la conveniencia de la aplicación de un nuevo rasero. Con ello se lograría una disminución equilibrada y equitativa de salarios sin socavar la relevancia que tienen los cargos públicos pero, sobre todo, alejado del fantasma de la imposición. Veamos cómo sortea el presidente este primer desgaste de su gobierno.

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