AMLO. Nueva era, tres problemas
La expectativa con la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia de la República es altísima. Incluso, supera la de hace 18 años, cuando Vicente Fox sacó al PRI de Los Pinos por primera vez en siete décadas. Las muestras de apoyo en las calles, el Zócalo y en el Congreso de la Unión el sábado 1 de diciembre pasado fueron notables, una auténtica fiesta para las millones de personas que han posado su esperanza en el político izquierdista, con todo y la incertidumbre generada entre un sector de la ciudadanía y el empresariado por las decisiones de él, su equipo y su partido en la larga transición. Más allá de la esperanza y la inquietud, es importante identificar los problemas centrales en donde se esperan resultados de acuerdo a lo manifestado por el electorado y a los planteamientos hechos por el propio López Obrador. Esos problemas son tres: violencia, corrupción y desigualdad.
El nuevo presidente asume el mando en medio de la peor crisis de seguridad de la historia reciente de México. El sexenio de Enrique Peña Nieto registró más homicidios dolosos y delitos en general que el de Felipe Calderón, ya de por sí violento, a pesar de la captura o eliminación de grandes capos del hampa. La estrategia de militarización de las labores policiales iniciada en 2006 no ha dado resultados y hay quienes apuntan a que ha contribuido al deterioro de los Derechos Humanos en México. López Obrador lo sabe. Él mismo criticó la estrategia antes y durante su campaña. Sin embargo, luego de su triunfo el 1 de julio modificó su discurso y el sábado, en su toma de protesta, hizo una amplia defensa del uso de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública, lo que se traducirá en la creación de una Guardia Nacional. La apuesta del presidente no es la misma que la de sus antecesores, es más amplia y profunda, al menos en el papel, pero sigue en parte en la ruta de la militarización. En este sentido, al primer año de gobierno podrá saberse si los ajustes son suficientes para dar resultados en un tema que no soporta más errores y dilaciones.
López Obrador también llega en un contexto de creciente corrupción en la vida pública del país. Junto con la violencia, la corrupción ha monopolizado el discurso político y el debate público de los últimos años. Y no es para menos. México sigue cayendo en las listas internacionales de transparencia y buen gobierno; los escándalos en las entidades federativas por endeudamiento injustificable y ejercicio opaco del presupuesto se han vuelto comunes, a los cuales se han sumado los de la presidencia saliente. La percepción generalizada es que en este país la corrupción se ha convertido en parte del sistema, con el consecuente costo para la productividad y competencia. Frente a ello, el presidente entrante ha propuesto un combate frontal a este flagelo pero de ahora en adelante y no hacia atrás, lo que ha dejado un sabor de boca agridulce entre aquellos que claman justicia por abusos y atropellos. Nuevamente, el primer año pudiera servir como termómetro para ver si la apuesta es correcta.
Por último, la desigualdad. El presidente plantea poner fin a un ciclo de 36 años de políticas liberales en lo económico que, a su juicio, no han dado buenos resultados y ha ahondado la brecha entre ricos y pobres, con una pequeña élite que se ha enriquecido enormemente. Para ello propone un modelo de economía social en el que el Estado se convierta de nuevo en organizador y ya no sólo aplique sus funciones reguladoras, un regreso a los tiempos de Luis Echeverría, pensarán algunos. El gran reto en este sentido será transitar hacia una mejor distribución de la riqueza, sin afectar las libertades empresariales ni la competitividad, y a la par evitar desajustes que pongan en riesgo la estabilidad macroeconómica lograda en los últimos años. Mucho del éxito o fracaso de la administración de Andrés Manuel López Obrador será valorado en función de sus resultados en el combate a la corrupción, la disminución de la inseguridad y la mejora de la calidad de vida de los que menos tienen.
