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La vía vertical y el federalismo atascado

Periférico

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Aunque el nuevo discurso oficial dice lo contrario, de la misma manera que la creación de una Guardia Nacional dirigida por mandos castrenses sigue la ruta de la militarización iniciada en el sexenio de Felipe Calderón y continuada en el de Enrique Peña Nieto, la conformación de las coordinaciones federales en los estados sigue la línea de la verticalidad y el centralismo de la que México, una república federal de iure, no se ha podido desprender de facto. Pero al igual que el asunto de la seguridad, la situación es más compleja de lo que parece.

Es ya un lugar común, pero no por eso menos válido, decir que bajo el régimen de partido de Estado el presidente de la República ejercía un control metaconstitucional sobre los gobernadores, tal y como ahora éstos ejercen control sobre los alcaldes de los municipios, con todo y que la Carta Magna establece el federalismo como la forma del Estado mexicano. En el ámbito nacional esta realidad se fue transformando debido, en buena parte, al desgaste del poder monolítico del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que gobernó prácticamente sin rival durante siete décadas. El expresidente Ernesto Zedillo comenzó a soltar las riendas, y con el primer gobierno de alternancia de Vicente Fox las entidades federativas se liberaron del férreo dominio central, situación que continúa hasta ahora, dos sexenios después y tras una nueva alternancia.

El problema fue que el poder vertical no se sustituyó con controles y contrapesos dentro de los estados. Y el resultado está a la vista de todos: descomposición social y política; endeudamiento excesivo; discrecionalidad y opacidad en el gasto público; multiplicación de los escándalos de corrupción; proliferación del crimen organizado, y débil rendición de cuentas. Ante las múltiples fallas de los gobiernos estatales, un importante sector de la sociedad civil organizada asentada en la Ciudad de México comenzó a discutir y construir soluciones al desorden de las entidades, no obstante la voz predominante se inclinó por crear mecanismos e instituciones independientes, sí, del poder Ejecutivo federal, pero dirigidas desde el centro. Una especie de autonomía centralizada que concibe a la ciudadanía de los estados como incapaz de generar los contrapesos necesarios y las instituciones vigilantes del poder público subnacional. La otra vía, que es la que ahora se explora desde el nuevo oficialismo, es retomar la verticalidad, es decir, que el presidente vuelva a tomar las riendas.

Hasta hace muy poco la presencia del Gobierno federal en todo el territorio nacional se traducía en una pléyade de oficinas delegacionales con atribuciones eminentemente administrativas y ejecutivas. La propuesta aprobada por la abrumadora mayoría de los legisladores federales del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), fusiona y/o compacta esas dependencias bajo la jurisdicción de un coordinador de programas. Para algunos, la figura recuerda a la del procónsul, aquel magistrado enviado desde Roma para gobernar las provincias del imperio por encima de las autoridades locales. Pero otros no van tan lejos y han mencionado las similitudes que pudieran guardar los nuevos coordinadores con los jefes políticos nombrados durante el porfiriato para ejercer control sobre las ciudades principales y las áreas rurales del país, con facultades incluso superiores a las de los ayuntamientos y, a veces, equiparables a las de los gobernadores. Más cerca todavía, hay quienes comparan a los futuros coordinadores federales de programas con los poderosos delegados de Pronasol del salinato.

Más allá de las comparaciones, lo cierto es que los también llamados superdelegados han generado inquietud entre los partidos opositores a López Obrador y entre los gobernadores de colores distintos al de Morena. La reforma a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal contempla la creación de los nuevos cargos con las facultades de coordinación y aplicación de planes, programas y acciones para el desarrollo integral, además de funciones de atención ciudadana y la supervisión de servicios y programas desarrollados por secretarías, dependencias federales y gobiernos estatales. Esto, en todos los ámbitos de la administración pública federal que toca a las entidades, incluyendo el rubro de seguridad.

De forma manifiesta este último punto es el que más controversia ha causado, ya que los futuros coordinadores podrán participar en los consejos estatales de seguridad, algo que para los gobernadores significa ser relegados a un segundo plano en la estrategia nacional de combate a la delincuencia. De manera menos expresa, las facultades de supervisión y control del gasto público federal en las entidades también generan escozor, puesto que los mandatarios estatales se sentirán vigilados todo el tiempo y con menos margen de maniobra para ejercer los recursos públicos, en su gran mayoría de origen federal.

La otra implicación evidente es que los coordinadores o superdelegados se convertirán de inmediato en los principales aspirantes a pelear la gubernatura de cada entidad. La visibilidad e importancia del cargo les servirá como plataforma y escaparate inigualable para construir una base clientelar que les permita contender por la titularidad de los ejecutivos estatales y así buscar afianzar la hegemonía del partido de López Obrador. No es cualquier cosa lo que el presidente electo está creando a partir de un nuevo centralismo desconcentrado con piezas claves para acotar el poder, hasta ahora discrecional, de los gobernadores e incluso cobijar a ayuntamientos que se sientan amenazados por aquéllos.

La reacción de la oposición apunta a una controversia constitucional que tendrá que resolver la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en una suerte de batalla jurídica similar, pero a mayor escala, a la librada hace unos años por el Ayuntamiento de Torreón contra la Secretaría de Desarrollo Regional creada por Humberto Moreira. La postura del lopezobradorismo es no ceder y tratar de convencer de que no se trata de suplantar o poner grilletes a las labores de los poderes subnacionales. Pero más allá de la controversia, lo cierto es que, una vez más, la solución al descontrol de los estados federados deja de lado la construcción de contrapesos y controles internos en donde los ciudadanos ejerzan más facultades a través de instituciones locales, y mantiene, por el contrario, la vía vertical en la que el federalismo mexicano permanecerá atascado.

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