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Latinoamérica: ese peculiar subcontinente

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Latinoamérica: ese peculiar subcontinente

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ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Con ingentes recursos naturales y una abundante mano de obra, América Latina es la región más desigual y violenta del mundo, y una de las más corruptas, sólo superada por África Central y Oriente Medio. A la sombra de las grandes potencias, los imperios coloniales primero y los militares y económicos después, este subcontinente de 22.2 millones de kilómetros cuadrados y cerca de 630 millones de habitantes, nunca ha logrado concretar un bloque político en forma que le permita superar sus lastres comunes y adquirir protagonismo en el concierto mundial, con todo y sus lazos e historia común. La inestabilidad política, los conflictos sociales, el crimen organizado, la migración, la crisis económica recurrente y el choque diplomático forman parte desde hace tiempo de la realidad cotidiana de esta zona que, a veces, coge un buen ritmo de crecimiento sólo para luego frenarse y estancarse. Incapaces de ponerse de acuerdo para establecer una agenda común efectiva, las naciones latinoamericanas parecen condenadas a mirar unas hacia Norteamérica, otras hacia Europa Occidental y unas más hacia Asia Oriental, en busca del empujón que rompa las inercias negativas que arrastran. Hoy, las dos principales economías de la región, México y Brasil, avanzan desde una realidad similar hacia rumbos políticos muy distintos que pueden marcar una nueva etapa de desencuentros y falta de acuerdos.

Apenas consumada la independencia de la práctica totalidad de América Latina, la Doctrina Monroe del gobierno de Estados Unidos garantizó la no intervención de las potencias europeas en la región y, sobre todo, la hegemonía de la naciente Unión Americana en el subcontinente. A partir de mediados del siglo XIX, los estadounidenses impusieron su "ley" que abarcó desde invasiones con fines expansionistas hasta injerencias directas con fines de control político y económico. Así, los Estados Unidos no sólo ganaron territorio y obtuvieron recursos y riqueza, sino que también derrocaron gobiernos "hostiles" e impusieron o propiciaron regímenes afines. Una de las pocas iniciativas de carácter estratégico no militar fue la Alianza para el Progreso, con la cual el entonces presidente John F. Kennedy pretendía fomentar el desarrollo de la región y evitar la proliferación de revoluciones socialistas como la de Cuba. Pero el programa fracasó por diversas causas, la principal: el asesinato de Kennedy. A partir de entonces, Estados Unidos siguió la lógica de dominación, con acuerdos bilaterales de marcado acento militar. Las dictaduras castrenses latinoamericanas (Chile, Argentina, Brasil, etc.) o los regímenes civiles autoritarios (como el del PRI en México), no se entienden sin la venia o patrocinio de Washington, hecho que arraigó la idea popular de que Latinoamérica es el patio trasero de la gran potencia americana.

Tras varios períodos de crisis financieras de mayor o menor magnitud, la globalización neoliberal impulsada desde la década de los 80 del siglo pasado permitió a algunos países latinoamericanos transitar, al menos parcialmente, de economías eminentemente extractivas basadas en la producción de materias primas y la explotación de recursos naturales, a modelos manufactureros con un cierto grado de transferencia tecnológica. Brasil y México, por ejemplo, en los últimos 30 años han logrado afianzar un sector automotriz y aeronáutico importante, pero altamente dependiente de las exportaciones. Con el cambio de visión de la política exterior al arribo de George W. Bush y el desarrollo del Proyecto para el Nuevo Siglo Americano, Estados Unidos descuidó sus relaciones con América Latina para enfrascarse en una serie de intervenciones militares en Oriente Medio en las cuales continúa empantanado. Mientras tanto, una "nueva" potencia comenzaba a surgir en Asia Oriental, China, la cual poco a poco estableció relaciones comerciales privilegiadas en la región, principalmente con países de Sudamérica. A la par, una "vieja" potencia recuperó su papel protagónico en el mundo y restableció su presencia en la zona como heredera de la antigua URSS: Rusia.

El mapa político ideológico de América Latina es diverso y hasta hace poco iba desde regímenes de izquierda tradicional como Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia, hasta regímenes de derecha neoliberal como Colombia, Argentina y Chile. En este sentido, en los últimos meses ha habido cambios importantes en las dos naciones punteras de la región: luego de tres décadas de gobiernos neoliberales, México ha optado por la izquierda nacionalista al elegir a Andrés Manuel López Obrador como presidente; y Brasil, tras década y media de gobiernos de izquierda progresista, ha votado por la ultraderecha nacionalista de Jair Bolsonaro, el llamado "Trump brasileño". El origen del viraje parece ser el mismo: hartazgo. Un hartazgo hacia la corrupción y la violencia, principalmente. La diferencia sustancial está en que el gran empresariado brasileño apoya a Bolsonaro, a pesar de (o tal vez precisamente por) su discurso xenófobo, mientras que en México López Obrador ha tomado distancia desde hace tiempo de las principales cabezas de la iniciativa privada. Populismo de izquierda en México; populismo de ultraderecha en Brasil. El cambio es de total relevancia para el pulso geopolítico de las grandes potencias.

Con el Partido de los Trabajadores en el gobierno, China se convirtió en el principal socio comercial de Brasil. De las declaraciones más estridentes que Bolsonaro hizo en su campaña fue la acusación de que China quiere "comprar Brasil", además de pintar al gigante asiático como un depredador económico que quiere controlar los sectores estratégicos de su país. Estas frases, que apuntan a un giro en la política comercial, están en consonancia con las advertencias que ha venido haciendo el gobierno de Donald Trump a las naciones latinoamericanas, lo que anuncia el regreso de Brasilia a la órbita de Washington. En el caso de México, el próximo gobierno de López Obrador apunta a una suerte de malabares en materia económica: fortalecer el mercado interno, mantener las relación de primer socio comercial con Estados Unidos y estrechar lazos con China. Luego del nuevo acuerdo comercial norteamericano, queda la duda de cómo podrá hacerlo. Mientras tanto, Pekín prosigue su política de alianzas en la región para su gran proyecto de la Nueva Ruta de la Seda, y Moscú continúa su apoyo a los regímenes contrarios a Estados Unidos con la finalidad de crecer su influencia en el subcontinente y responder con la misma moneda a la inestabilidad que le genera la potencia americana en lo que considera su espacio vital euroasiático.

Este escenario torna más complicada aún la posibilidad de concretar un acercamiento de todos los países latinoamericanos para encontrar una salida común a sus problemas compartidos. Y esto es grave para un región que alberga 42 de las 50 ciudades más violentas del mundo, de acuerdo con el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal; que registra los índices de desigualdad socioeconómica más altos del orbe, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe; que cuenta con uno de los índices más altos de percepción de corrupción, de acuerdo con datos de Transparencia Internacional; y que está catalogada como una de las principales expulsoras de migrantes, según cifras de la ONU. Y no es que no se hayan intentado esfuerzos para fomentar la unidad latinoamericana, ahí están la Aladi, la Alianza del Pacífico, el Mercosur o el Unasur. El problema es que no han sido suficientes o terminan rebasados por las rivalidades entre países y los intereses de potencias extranjeras.

Resulta en apariencia paradójico que los países europeos, con raíces, historias, culturas y lenguas tan distintas, hayan podido formar una unión política y económica para resolver sus problemas comunes, y Latinoamérica, más homogénea, no. La respuesta está en que la unidad europea se dio bajo el manto protector de unos Estados Unidos interesados en frenar el avance del comunismo en el "viejo" continente, sin considerar, en aquel momento, que dicha unidad representara un riesgo para su hegemonía. Prueba de ello es que militarmente hablando y en política exterior, la Unión Europea sigue dependiendo de Washington. En el caso de Latinoamérica, la respuesta tal vez apunta a que la Unión Americana no desea una unidad que pudiera convertir a la región en una competidora dentro de "su propia cancha". Es decir, América Latina está demasiado cerca como para fomentar su integración, y es preferible mantener el control por otras vías ya exploradas en el pasado. En el contexto descrito, el destino de este peculiar subcontinente depende menos de él que lo que se cree comúnmente.

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