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Emperadores de traje y corbata

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Emperadores de traje y corbata

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ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

La república es la forma de gobierno más extendida en el mundo contemporáneo. Sin embargo, esto no es una garantía de que la democracia sea el sistema de organización estatal más difundido en el orbe. Incluso, dentro de la forma de una república se pueden engendrar sistemas autocráticos u oligárquicos, contrarios ambos a la democracia. La Historia nos brinda un ejemplo clásico: Roma, la ciudad que se convirtió en el imperio más grande de la antigüedad, creciendo como una república, pero consolidándose como una autocracia con disfraz republicano y, a veces, hasta presuntamente democrático y popular. Guardando las distancias ¿estará ocurriendo algo parecido con algunos países en la actualidad? Empecemos por repasar el caso histórico.

Es el siglo I a. C. y la República Romana agoniza. El régimen de gobierno que había perdurado por casi cinco siglos y que llevó a la "Ciudad Eterna" a una sorprendente expansión por el Mediterráneo, comienza a tambalearse desde sus cimientos. Pero contrario a lo que se cree, la caída del régimen no se da de la noche a la mañana, sino que se trata de un lento proceso que involucra guerras civiles, enfrentamiento político, deterioro institucional y la acumulación gradual de facultades eminentemente republicanas en una sola persona: Cayo Octavio Turino. Al final del proceso, aunque Roma aún se considera una república, esto no es más que una fachada. Para el cambio de milenio, Augusto ejerce el poder de forma unipersonal y autocrática.

Los romanos generaron una aversión hacia la monarquía, régimen extranjero bajo el cual se constituyó la ciudad en sus primeros siglos hasta el V a. C. El rechazo hacia esta forma de gobierno era tal que incluso los asesinos de Julio César intentaron justificar su acto acusando al dictador de querer convertirse en rey o tirano. Octavio, sobrino nieto e hijo adoptivo de César, lo entendía bien y por eso fue cuidadoso de las formas, aunque en el fondo inició una profunda transformación de la estructura de gobierno para acumular las potestades de los cargos republicanos una vez que derrotó a su último enemigo: Marco Antonio. Así, poco a poco, Octavio fue adquiriendo poderes militares, como el imperio proconsular mayor y el imperio consular de Roma; políticos, como el tribunicio, censor y consular, hasta ser considerado en el Senado como príncipe, es decir, el primero entre iguales, y religiosos y honoríficos, como Pontífice Máximo, Padre de la Patria y Augusto, éste último terminaría asimilado a su nombre propio.

Puede parecer increíble, pero hoy está ocurriendo algo similar en algunas potencias mundiales y regionales en un contexto de globalización neoliberal, polarización social, vulgarización política, desdibujamiento ideológico, debilitamiento institucional, desigualdad económica y resurgimiento de tribalismos y prejuicios de todo tipo. La democracia, sobre todo en Occidente, no goza de buena reputación y salud, y sectores cada vez más amplios de la población dejan de ver con malos ojos las soluciones autocráticas o semidemocráticas de naciones como China y Rusia. En Europa el contagio se extiende: Hungría, Polonia, Austria, Italia. En América, Donald Trump coquetea con la idea de un poder como el de sus rivales, y en Brasil ha triunfado un hombre contrario a los ideales democráticos que dicho país había enarbolado. Por eso es importante revisar lo que está ocurriendo en las naciones de referencia.

En China, Xi Jinping es una especie de nuevo emperador de un país milenario de profundas raíces autoritarias. La democracia popular, ejercida exclusivamente por el Partido Comunista, ha construido una burocracia robusta que sirve de soporte estructural a la asamblea general que cada año concede más poder al presidente. Sus cargos, además del civil de jefe de Estado que detenta, no son pocos. Posee poderes militares, como la presidencia de la Comisión Militar Central y la jefatura del Comando de Batalla Conjunta del Ejército, además de civiles y políticos, como la secretaría general del Partido Comunista, la presidencia de la Comisión Nacional de Seguridad y el liderazgo en siete comisiones especiales. La concesión más reciente de la asamblea es la de haber eliminado la restricción temporal para la reelección. Esto quiere decir que Xi Jinping puede estar en el cargo hasta su muerte... como los antiguos huangdis de las dinastías imperiales. Con esta acumulación de poder legal, el mandatario chino pretende hacer de su país la primera potencia del mundo en la década siguiente con dos estrategias: la Nueva Ruta de la Seda, hacia el exterior, y el programa Hecho en China 2025, hacia el interior.

En Rusia, la ruta seguida por Vladimir Putin es menos de iure y más de facto. La concentración de poder del llamado nuevo zar es informal, ya que sus cargos legales se circunscriben a los del mandato constitucional: presidente de la Federación Rusa y, como tal, jefe de Estado; supremo comandante de las Fuerzas Armadas de Rusia, y presidente del Consejo de Seguridad. No obstante, con un poderoso discurso nacionalista y conservador, Putin ha logrado ponerse por encima del Estado federal a la manera que lo hacían los zares o el propio Stalin, con una fuerte carga de paternalismo como protector de los intereses de la nación rusa. Desde ahí ejerce control de facto sobre la Duma estatal (el parlamento); el Consejo de la Federación; las tres cortes federales; el partido dominante Rusia Unida; empresas estatales estratégicas como Rosneft, Gazprom y Rostec; medios de comunicación, principalmente la televisión, y la poderosa oligarquía económica a través de nombres como Gennady Timchenko, los hermanos Arkady y Boris Rotenberg, Yuri Kovalchuk y los hermanos Nikolai y Kirill Shamalov. Aunque la Constitución de la Federación Rusa restringe al presidente a ejercer sólo dos mandatos consecutivos, Putin lleva en el poder 18 años, gracias al interregno de su aliado Dmitri Medvédev, quien fue presidente mientras aquel era primer ministro. Su reciente reelección le da para estar en el poder hasta 2024... por ahora.

La gran diferencia entre los gobiernos orientales y occidentales ha sido que en estos últimos el poder legal y real se reparte en una suerte de pesos y contrapesos que impide una acumulación como la observada en Rusia y China, quienes si bien no son aún potencias tan poderosas como Estados Unidos o la Unión Europea, sus cabezas cuentan con una mayor concentración de fuerza que les permite ejercer un control que sus pares occidentales no tienen. Pero eso está cambiando y lo mismo presidentes en apariencia liberales, como Emmanuel Macron, que ultraconservadores, como Donald Trump, aspiran a concentrar hoy mayor poder en sus manos. En el caso del mandatario estadounidense, recientemente se anotó un importante triunfo con la aprobación del juez Brett Kavanaugh para la Corte Suprema, en donde ahora el republicano cuenta con una mayoría de magistrados afines a sus políticas. Y para las elecciones legislativas de noviembre, Trump aspira a que su partido tenga el control del Congreso y el Senado, lo que le daría un amplio margen de maniobra en medio de un creciente clima de conflictividad con China y Rusia precisamente. Y pretende hacerlo con su estrategia de siempre: dividir, polarizar. Una estrategia que Jair Bolsonaro, virtual presidente electo de Brasil siguió al pie de la letra.

Aunque México lejos está de la potencia e influencia de las naciones mencionadas, actualmente vive un nuevo proceso de concentración de poder tras cuatro sexenios de dispersión y equilibrios mal logrados. El triunfo de Andrés Manuel López Obrador y la estructura que lo soporta, Morena, fue tan avasallador que prácticamente ha borrado a la oposición, tan necesaria en un momento en el que el próximo mandatario federal está desplegando estrategias para fortalecer su gobierno, que no necesariamente al Estado, algo que ya he mencionado en este mismo espacio y que debemos vigilar como ciudadanos para evitar el acaparamiento de facto o de iure de las facultades institucionales en dos manos. Frente al desprestigio de la democracia, el debilitamiento de la colectividad y la omnipresencia destructiva del capital, soplan vientos autoritarios en el mundo y ni Occidente ni México parecen estar exentos de ellos.

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