Siglo Nuevo

La ópera de México

Entre la identidad y la herencia europea

La ópera de México

La ópera de México

Saúl Rodríguez

Durante el virreinato, una nueva corriente artística que involucraba música y teatro desembarcó en el Nuevo Mundo. La ópera conquistó oídos novohispanos y se adhirió a sus sociedades. Consumada la Independencia, México desarrolló un gusto singular: primero adoptó a las obras de los grandes compositores europeos; luego, los mexicanos comenzarían a pensar en una ópera propia, que se forjara dentro de una identidad nacional. La historia ha registrado varias etapas de este género y en la actualidad existe una preocupación por rescatar y restaurar las obras de los maestros nacionales.

En helenos tiempos las representaciones teatrales daban cierta participación a la música. Musicólogos como el alemán Friedrich Herzfeld dan a los griegos el trato de pioneros que instalaron la base de la cual surgieron los diversos géneros teatrales y musicales que han participado del devenir de la humanidad.

Herzfeld indica que en las últimas palpitaciones del siglo XIV, los profesionales del arte de Euterpe eran conscientes de que el drama griego ya había asociado parlamentos y notas musicales. Lo que ignoraban eran la manera en que sonaba esta antigua sociedad.

Con el Renacimiento tocando a las puertas de las catedrales del arte, se hizo imperativo rescatar la estética griega y a los compositores no les quedó más remedio que elaborar dramas con el esquema heredado del Mediterráneo, pero incorporando la música que se realizaba por esos días.

Los primeros intentos están datados alrededor de 1589. En 1600, Jacopo Peri obsequió al mundo la obra Euridice, primera página que se conserva de un híbrido bautizado como dramma in musica y que, según las letras del catalán Manuel Valls i Gorina, fue renombrada años después como ópera in musica y, finalmente, se simplificó en ópera (voz latina que significa “obra”).

La musicóloga mexicana Áurea Maya la define como “una obra dramática que tiene una serie de personajes. Siempre hay un momento climático en el que las situaciones juegan un papel importante para luego ir al desenlace. Toda es cantada.”

Las tierras que dieron impulso a esta forma de cautivar a los sentidos de la vista y el oído fueron las pequeñas repúblicas que desde hace tiempo conocemos como Italia. Se destacaron tres capitales artísticas: Florencia, Roma y Venecia.

Genios como el compositor Claudio Monteverdi perfeccionaron e hicieron de la ópera un género imperecedero. La armonía del italiano se enlazó con la explosión artística renacentista y la corriente musical resultante cruzó las fronteras con fuerza; llegó a Alemania y a Francia, naciones que formaron sus propias escuelas y que comenzaron a cantar el género con sus propias lenguas. Inglaterra, Rusia y España (donde surgió la zarzuela) trataron de seguir el paso.

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Orfeo y Eurídice, por Frederic Cameron Leighton. Foto: Alamy

Los coterráneos de Miguel de Cervantes trajeron la ópera de este lado del Atlántico. En la Nueva España, perla del Imperio español, la política ibérica determinó el tipo de piezas que debían producirse y escucharse en las salas de los edificios virreinales.

“La ópera es uno de los primeros movimientos globales. Las noticias que llegan de los periódicos europeos a América van a ser muy importantes, porque van a constituirse como un ejemplo a seguir”, explica Áurea Maya.

Los primeros músicos europeos que llegaron al virreinato se destacaron por sus buenas relaciones con la Iglesia. El sector eclesiástico aportó una importante cantidad de maestros musicales y las catedrales sirvieron como centros formativos donde se impartían lecciones de ópera.

Casi dos siglos después del encuentro de dos mundos, Manuel de Sumaya se convirtió en el primer criollo en componer una ópera en suelo novohispano. Su obra, La Parténope (1711), representa el inicio de una historia llena de sonido.

PRODUCTO NACIONAL

En 1821 se consumó la Independencia de México y la nueva nación se sumergió en tiempos en extremo volátiles. Para comprender el rostro de la ópera en territorio nacional es imprescindible analizar el entorno y sus acontecimientos sociales, algo que aconseja el filósofo francés Hippolyte Taine en su obra Filosofía del arte: “Para comprender una obra de arte, un artista, un grupo de artistas, hay que representarse con exactitud al estado general del espíritu y de las costumbres del tiempo al que pertenecen”.

Bajo esa luz, y con el sentimiento antiespañol a flor de piel, los caudillos del nuevo arte mexicano rechazaron manifestaciones como la zarzuela; adoptaron la ópera e hicieron de ella un engranaje valioso de la recién puesta en marcha maquinaria social del país: “Se prefirió representar la ópera italiana, que además tenía una gran influencia en todo el mundo. Nadie quería escuchar zarzuela, todos querían escuchar las óperas de Rossini”, explica Maya.

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Monumento a la zarzuela Pan y Toros estrenada en 1864 en el Teatro de la Zarzuela en Madrid, España. Foto: Luis García

En la esfera legal, las leyes antihispanas de 1829 decretaban la expulsión de los españoles. En la práctica, se hicieron excepciones, de estas resultaron beneficiados algunos actores y cantantes ibéricos que estaban relacionados con la escena operística.

Entre 1821 y 1831 se montaron dramas musicales de origen italiano, principalmente los de Gioachino Rossini (1792–1868). La presentación de estos espectáculos se disparó, con el Teatro Nacional como principal escenario. En la sociedad musical surgió un debate sobre si debían representarse en italiano o en español.

En un artículo de Verónica Zárate Toscano y Serge Gruzinski, incluido en Historia mexicana volumen LVIII, durante el siglo XIX había en territorio mexicano 86 compañías de ópera (la mayoría europeas) activas y en su repertorio figuraban los trabajos de Guiseppe Verdi, Gioachino Rossini, Vincenzo Bellini y Gaetano Donizetti.

El México del siglo antepasado, reslatan Zárate y Gruzinski, se veía cercano a Europa, pero no en el sentido de que fuera una especie de espejo cultural, sino como una realidad a imitar. El teatro se convirtió en el templo del arte mexicano. Sus feligreses (en un principio formados sólo por la clase alta de la sociedad) acudían a deleitarse con el divino canto de la ópera.

Áurea Maya considera que, en este periodo, el género se erigió como un instrumento capaz de demostrar el grado de civilización que existía en un territorio independiente.

Cabe señalar que producir una ópera en el México decimonónico no era barato. Por más que las funciones tuvieran llenos totales, los fondos recaudados resultaban insuficientes para solventar el montaje. Las compañías se dieron cuenta de que necesitaban capital extra. Este dinero fue provisto por los gobiernos en turno. Con la ayuda del erario, lograron mantenerse activas. La situación fue aprovechada por los políticos para legitimar su poder a través de los dramas musicales.

Son famosas las anécdotas, las hay con Santa Anna y con Benito Juárez, relacionadas con representaciones operísticas. Por ejemplo, su Alteza Serenísima se sirvió de ella para mostrar la fastuosidad de su gobierno. En 1854, le dedicaron la ópera Belisario de Donizetti y en la gala se incluyó la comparecencia de un caballo en el escenario.

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Ópera Belisario, basada en la vida del famoso general Belisario del imperio bizantino del siglo VI. (2010). Foto: Teatro Avenida/Liliana Morsia

La élite no era el único público que apreciaba la ópera. La investigadora recalca que durante los diferentes episodios bélicos e inestabilidades políticas que se sucedieron en el México decimonónico (la invasión por parte de Estados Unidos, la intervención francesa o la Guerra de Reforma) las actividades teatrales no se detuvieron, pero la clase alta se alejó. “En el caso de la invasión estadounidense siguió funcionando el teatro, pero ahora asistían los soldados yanquis acompañados de las mujeres del pueblo. En esos momentos tan difíciles para el país, la élite no asistía al teatro. En ese lapso cambiaron los roles, de ahí que la influencia de la ópera sea tan importante en todos los estratos sociales”, comenta.

También durante la Intervención francesa, con Maximiliano de Habsburgo al frente del Segundo Imperio, esta expresión sonoro-escénica recibió bastante apoyo. El género, indica el historiador Luis Castillo en su artículo Los mexicanos autores de ópera, tuvo un florecimiento sin parangón.

Como sus antecesores, Porfirio Díaz becó y apoyo a diversos compositores mexicanos para que presentaran sus obras o realizaran estudios en el extranjero. No en balde fue conocido como “el protector del arte en México”.

En síntesis, se desarrolló una cultura operística, una que vino aparejada de las primeras generaciones de compositores mexicanos.

DECIMONÓNICOS

En el siglo XIX, funciones de ópera italiana tuvieron mucho éxito en México, y creadores nacionales entregaron sus partituras al drama operístico.

Componer ópera no es una tarea sencilla. Además del conocimiento técnico de los instrumentos, el compositor debe tener en cuenta las texturas de las voces y lograr que su amalgama sonora encaje perfectamente con las líneas del libreto. No sólo eso, su música debe dar vida al entorno visual, por ejemplo, al escenario y al vestuario. Todo esto influye en que el público disfrute de una experiencia única. Los compositores mexicanos lograron reunir estos requisitos pero, las compañías de ópera no apostaban por sus proyectos.

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Teatro Nacional. Foto: MXCity

Luis Castillo ubica la partitura más longeva de este género escrita por un mexicano en 1823. La obra se llama Adela o la constancia de las viudas y su autor es José María Moreno. Cabe mencionar que no hay evidencia documental de que la obra se haya montado.

En las primeras décadas de la nueva nación se destaca el nombre de Mariano Elízaga (fundador de la Academia Filarmónica). Luego, hay un periodo de sequía musical producida localmente, la falta de evidencia es consistente, lo que sí continuó fue la importación de puestas en escena.

A mediados del siglo XIX el músico Joaquín Beristaín fundó, en alianza con el padre Agustín Caballero, una academia de música. Los alumnos de la institución cantaban óperas en italiano y la escuela pudo montar una buena cantidad de conciertos entre 1839 y 1840.

En 1842, Manuel Covarrubias obtuvo algo de fama con Reynaldo y Elina o la sacerdotisa peruana, obra que obtuvo buenas críticas pese a que Covarrubias siempre se consideró a sí mismo un músico aficionado.

La historia oficial otorga a Luis Baca el honor de ser el primer maestro mexicano en intentar presentar su propia ópera una vez consumada la Independencia. En 1848, el duranguense escribió una obra en dos actos titulada Leonor, cuyo libreto pertenecía al italiano Carlo Bozzetti. Después compuso Juana de Castilla, con las mismas características estructurales de su antecesora. Lamentablemente, ni una ni otra pudieron estrenarse ni en México ni en Europa. Su deseo era llevarlas a Italia, pero la muerte, que le llegó en 1855, lo impidió.

Quien sí consiguió que sus obras cobraran vida fue Cenobio Paniagua. El michoacano estrenó en septiembre de 1859, tras un periodo de composición que abarcó 14 años, en el desaparecido Teatro Nacional, Catalina de Guisa, cantada en italiano. La función fue dedicada al presidente interino Miguel Miramón.

Paniagua fue el primer compositor nacional en consagrarse en los escenarios operísticos. Los desdenes que las compañías hacían a los compositores nacionales lo enfocaron a dar forma a la primera compañía mexicana de ópera.

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Romeo y Julieta (1884) de Frank Bernard Dicksee. Foto: allposter

En 1868, llevó a escena una segunda ópera: Pietro D’ Abano, esto en el marco del primer aniversario del triunfo de las tropas mexicanas sobre el ejército francés en Puebla. Sin embargo, no tuvo la misma fortuna que en su debut. La critica apuntó a su deficiente libreto y su evidente carga política en tiempos en que imperialistas y republicanos reñían por todo. El maestro se mudó a Córdoba, Veracruz, y allí compuso El paria, que no fue representada.

En la musicología nacional hay consenso al ubicar a Paniagua como el punto de partida de la generación de compositores mexicanos que vieron la luz en el siglo XIX. Su influencia despertó en sus alumnos un ímpetu por crear obras originales.

Melesio Morales fue uno de los pupilos de Paniagua. Hablamos de un virtuoso que a los nueve años de edad comenzó a recibir cátedra de Agustín Caballero, también maestro del michoacano. En 1856, el músico capitalino compuso su primera ópera llamada Romeo y Julieta. Sin embargo, Morales se topó con varias dificultades para llevarla a escena y no se estrenó sino hasta enero de 1863. En julio de ese mismo año, Octaviano Valle presentó su Clotilde de Cosenza, la cual no tuvo éxito debido a factores políticos y sociales producto de la inestabilidad de la nación.

De vuelta con Morales, éste no arrojó el arpa. En diciembre de 1865 estrenó Ildegonda en el renombrado Teatro Imperial, con la voz de Angela Peralta y bajo la protección de un Maximiliano de Habsburgo que, como buen político, se ofreció a cubrir el déficit resultante de las entradas.

Los diarios de la época narran que Ildegonda obtuvo enorme éxito en México. Morales decidió partir al Viejo Continente para ampliar sus conocimientos y perfeccionar sus técnicas de composición.

En cuatro años de aventura europea, Morales compuso Carlo Magno y Gino Corsini. En 1868 presentó su Ildegonda en el Teatro Pagliano de Florencia. En 1869 volvió a la patria donde fue recibido como un triunfador y se ofrecieron fiestas en su honor.

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Presto a aprovechar su ventajosa posición, Morales se movilizó para estrenar las dos óperas que hizo en Europa. Presentó sus creaciones en 1877, en el Teatro Nacional. Por estos días, ya era de dominio público su buena relación con los políticos liberales, contaba con el apoyo de Benito Juárez.

Su última obra montada fue Cleopatra, cuya primera función se registró en 1891. Participaron el tenor polaco Giacomo Rawner y el barítono italiano Mario Sammarco. Después de ello, Morales se entregó a la docencia y no se conoció ninguna otra obra suya hasta después de su muerte, cuando salieron a la luz dos creaciones inéditas: La tempestad y El judío errante.

Al tiempo que Melesio Morales llegaba a la cúspide de la música nacional, Miguel Meneses seguía el legado de Paniagua y estrenó en 1864 su ópera Agorante, rey de la Nubia en honor de Maximiliano de Habsburgo. En 1866 se mudó a Guadalajara y allí se interpretó en el Teatro Degollado su Himno a Benito Juárez. Tres años después llevó a los escenarios Atala, la reina de las hadas, una tragedia en tres actos. También existe una ópera inconclusa que data de 1878, la cual se titula El hada del lago y la mujer del bosque.

Meneses fue otro compositor mexicano que viajó a Europa. Allá escribió y puso en escena Luisa de la Vallière y Judith. Su talento, esencialmente melodista, recibió loas en Italia y en Rusia. Después se dirigió a la India, tierra mística en la que falleció en 1892.

Paniagua, Morales y Meneses fueron las cabezas visibles del movimiento operístico, pero hubo más compositores que también son dignos de mencionar.

Los esfuerzos realizados por Ramón Vega en 1863, 1864 y 1866 para financiar y presentar sus óperas Adelaida y Comingio, La reina de León y El grito de Dolores, respectivamente, no fructificaron y no consiguió estrenar ninguna. El libreto de esta última es considerado pionero de los argumentos basados en una ideología de identidad nacional.

En la última década del siglo XIX se registró una intensa actividad festiva y musical gracias al Porfiriato. En dicha etapa se estrenaron las óperas Colón en Santo Domingo (1892) de Julio M. Morales (hijo de Melesio Morales), Keofar (1893) de Felipe G. Villanueva, y Atzimba (1900) de Ricardo Castro. Éste último dejó sin estrenar Don Juan de Austria, escrita en 1893.

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Cleopatra (1966). Foto: Metropolitan Opera Archives/Louis Melancon

De esa época se destaca el caso de Yucatán. Allí se instaló una escuela importante durante el Porfiriato de la mano de una bonanza económica. Esto favoreció la aparición de un público musicalmente diletante. En ese contexto, Domingo María Ricalde Moguel compuso las óperas Lucia di Lammermoor (1894) y La cabeza de Uconor (1898).

NUEVA ÓPERA

La historia de la ópera mexicana, considera Áurea Maya, se compone de ciclos, de lapsos temporales donde la actividad sonoro-dramática aumenta y disminuye su intensidad. Si se comparan los picos alcanzados por el género durante el XIX con la actividad de la centuria siguiente, el registro de esta última es mucho menor.

La figura de Ricardo Castro siguió brillando durante los últimos años del Porfiriato. Su influencia fue tal que motivó a Gustavo E. Campa a escribir y estrenar en el Teatro Principal la ópera El rey poeta, en 1901, durante las celebraciones de la Segunda Conferencia Panamericana. El libreto se basó en la vida del monarca prehispánico Nezahualcóyotl.

Para perfeccionar sus conocimientos musicales, en 1903 Castro viajó a París. En 1906 se concentró en componer la ópera La leyenda de Roudel. Al concluirla regresó a México y trabajó para que fuera estrenada en el Teatro Abreu, en noviembre de ese mismo año.

Otro compositor consentido del porfirismo fue Julián Carrillo. Con motivo del centenario de la Independencia compuso Matilde o México en 1810, que se caracteriza porque en su andamiaje mezcla sonoridades del Himno Nacional Mexicano y de La Marsellesa. Su presentación en sociedad fue postergada debido al estallido de la Revolución.

Cuando concluyó el conflicto revolucionario, una nueva corriente que abogaba por el fomento de una identidad nacional desplazó a la tendencia extranjerizante.

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Ópera L’italiana in Algeri, de Rossini. Foto: Pinsdaddy

“El cambio que sucede en la línea del México postrevolucionario es muy importante y una de sus primeras líneas es Carlos Chávez. Él va a buscar desprenderse de la estética predominante del siglo XIX; entonces, el grupo que estaba adjunto a Chávez señaló que las óperas de la centuria decimonónica eran simples imitaciones, copias que no valían la pena y que ellos iban a hacer algo nuevo, que iban a tomar los cantos populares”, explica Áurea Maya.

Se intentó un nuevo rompimiento con el pasado. El planteamiento era similar a la idea del siglo XIX de alejarse de la influencia española y tratar de forjar una corriente mexicana y como ocurrió en los años del diecinueve, en los del veinte la ópera mexicana no fue beneficiaria y se priorizaron de nuevo las presentaciones de ópera italiana. La investigadora recalca que en las décadas posteriores al triunfo revolucionario se compusieron muy pocas óperas mexicanas. Entre ellas destacan La mulata de Córdoba (1948), de José Pablo Moncayo; Tata vasco (1941), de Miguel Bernal Jiménez; Carlota (1947), de Luis Sandi, y Elena (1948), de Eduardo Hernández Moncada.

Antagonista al grupo de Chávez, José F. Vázquez compuso un número considerable de obras en un lenguaje musical postromántico; en su repertorio cabían tanto el español como el italiano. Un trabajo destacado es Citlali (1922). Pese a la presencia de Vázquez, en la primera mitad del siglo pasado la ópera se convirtió en un género olvidado. La mayoría de los compositores prefirieron seguir otro tipo de expresiones como la música de cámara.

Fue hasta la década de los ochenta que los dramas musicales hechos en México vivieron un resurgimiento gracias a las partituras de Federico Ibarra y Mario Lavista. “Son los compositores que van a revitalizar el género, en el sentido de que sus alumnos, y los que no son sus alumnos, van a querer componer ópera para demostrar el manejo de su lenguaje musical”, indica Maya.

Ibarra aportó a ese pequeño renacer Leocio y Lena (1981) Madre Juana (1993) y Alicia (1995). Lavista tuvo éxito con Aura (1989), basada en el libro homónimo de Carlos Fuentes.

Eduardo Contreras Soto, en su artículo Una ópera para nuestro tiempo: cuatro propuestas, publicado en 1993 en la revista Heterofonía, coincide con Maya. Afirma que entre 1989 y 1991 se compusieron cuatro óperas que contenían nuevas propuestas musicales. Junto a Aura, destaca los casos de Ambrosio (1989), de José Antonio Guzmán; La hija de Rapaccini (1989), con partituras de Daniel Catán; y La sunamita (1991) de Marcela Rodríguez.

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Áura de Lavista. Foto: operaworld.es

En la recta final del siglo XX, Áurea Maya y otros musicólogos mexicanos se dieron a la tarea de rescatar las partituras de los grandes autores nacionales del siglo XIX. La comprensión de estos documentos fue difícil ya que algunos de ellas no tenían clave al inicio de la partitura. Los investigadores tuvieron que descifrar sus contenidos y pasarlos a un programa de edición musical.

En 1994, Maya participó junto a Eugenio Delgado en la recuperación de Ildegonda, de Melesio Morales. Concluido el trabajo, la obra se presentó en el Centro Nacional de las Artes en noviembre de ese año y posteriormente fue grabada en disco compacto.

En junio de 1996, Maya, Verónica Murúa y demás equipo de investigación, entraron en el archivo de Cenobio Paniagua. Lo hallaron desordenado, descuidado y en malas condiciones de conservación. En los trabajos de clasificación dieron con los manuscritos de Catalina de Guisa y Pietro D’Abano. De su ópera prima faltaron las partituras de la orquestación del primer acto y el acompañamiento del segundo. Afortunadamente, los documentos analizados brindaron la oportunidad de reponer los datos perdidos para reconstruir las armonías ausentes.

Ese mismo año, Claudia Perches devolvió a los atriles la partitura de Reynaldo y Elina de Manuel Covarrubias. Estaba en la biblioteca de la entonces Escuela Nacional de Música de la UNAM, hoy facultad. Su presencia ya había sido reportada en los ochenta por la doctora Malena Kuss, de la Universidad del Norte de Texas.

ACTUALIDAD

El nuevo milenio abrió sus brazos a la ópera mexicana representada por los sonidos de Julio Estrada. En mayo de 2006 estrenó en Madrid su obra Murmullos del páramo y cuatro meses después la presentó en el Centro Cultural Universitario de la Ciudad de México. En ella recrea el ambiente sonoro del pueblo de Comala descrito con magia literaria por Juan Rulfo en Pedro Páramo.

Estrada afirma tener una singular conexión con el trabajo del autor jalisciense; realizó una investigación a profundidad de los aspectos acústicos del libro. El conocer a Rulfo más allá de su capa epidérmica ayudó a Estrada a tener una idea más clara acerca del camino de su composición.

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Ópera Cuatro Corridos de Jorge Volpi. Foto: CENART

Murmullos del páramo comenzó a gestarse en 1991. Es una obra de características complejas, un rompecabezas similar a la novela que la inspira. Rompe con el esquema tradicional de la ópera: respeta el silencio del texto y las voces de sus cantantes simulan las penas que los habitantes de Comala confiesan una vez convertidos en fantasmas. Por su laboriosa concepción, la ópera de Estrada comparte esa vigencia rulfiana que la perfila como una pieza clave del repertorio mexicano.

Hay otros proyectos en los que compositores mexicanos se han aliado con talentos de otras disciplinas y colaboradores extranjeros. Ejemplo de esto es Cuatro Corridos, con libreto de Jorge Volpi y música de la mexicana Hilda Paredes, el uruguayo Hebert Vázquez, el chino-estadounidense Lei Lang y la norteamericana Arlene Sierra. Este drama musical trata sobre el tráfico de mujeres en Tlaxcala. La lista de mexicanos que han estrenado óperas en el siglo XXI incluye nombres como Federico Ibarra, Gabriela Ortíz, Marcela Rodríguez, Alfonso Molina y Diana Syrse. También hay oportunidad para ecos del pasado. En 2010, Matilde o México en 1810, fue estrenada en San Luis Potosí a más de un siglo de que su autor la terminara.

Según Áurea Maya, la principal dificultad que enfrentan estos dramas actuales no es muy diferente a la que predominó en el pasado.

“Como en el siglo XIX, el problema es la representación de estas óperas. Tienen un alto costo de producción y ya no existen compañías itinerantes a las que puedan convencer, el Gobierno es el que hace estos esfuerzos. Otra dificultad es que también a veces la gente no asiste, por eso se sigue prefiriendo presentar ópera italiana para asegurar de alguna manera el éxito económico, aunque las entradas del Palacio de Bellas Artes no cubren ni la producción misma de las obras que se presentan allí, siempre hay faltantes.”

No obstante, el interés persiste. Alumnos de la Facultad de Música de la UNAM preparan el montaje de Catalina de Guisa de Cenobio Paniagua. En mayo de 2019 sus notas llenarán el Teatro Carlos Lazo de la Facultad de Arquitectura. Además, el grupo de investigadores, maestros y noveles músicos involucrados pretende llevarla al Palacio de Bellas Artes.

“25 años después de iniciado este proyecto, con la participación de la maestra Verónica Murúa, vamos a poder escuchar Catalina de Guisa en un montaje con estudiantes. Punto muy importante, porque si nuestros estudiantes no conocen las obras mexicanas, ¿cómo van a voltear a ver estas obras y cómo van a impulsarlas cuando lleguen a ser grandes artistas?”, reflexiona la historiadora.

Twitter: @BeatsoulRdz

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