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Regadera de autor

JUAN VILLORO

Las pretensiones de un hotel se miden por la dificultad de usar su regadera. Ya desnudo, el huésped desprevenido tiembla ante una máquina incomprensible, con círculos y palancas de cromo que rinden tributo a algún dios geométrico, y que parece más indicada para preparar un capuchino que para lanzar agua. Buscas en vano un punto azul y otro rojo (en esta variante de la higiene, las posibilidades de lo frío y lo caliente se averiguan por escalofrío y quemadura).

Ahora que el cine de autor ha desaparecido casi por completo, los arrebatos del temperamento encuentran refugio en ciertas variantes del diseño. Umberto Eco señaló que cuando algo se inventa bien no puede volver a inventarse: el peine, el alfiler y la tijera fueron concebidos con una exactitud que no admite variantes. En cambio, todo indica que la regadera se ideó con tal resignación que ha surgido la necesidad de mejorarla.

Es posible que el problema se remonte a la más tierna infancia, cuando la limpieza es una molestia. En esos días formativos, la amenaza del baño sólo se acepta en una tina con suficientes patos de plástico.

Hay regaderas punitivas que marcan de por vida. Las que se activan con una cadena suelen pertenecer a una cárcel o un internado y no brindan otro servicio que castigar con agua fría. En los deportes, ser enviado de manera anticipada a las regaderas representa la forma más evidente del fracaso. Los clubes y los cuarteles tienen duchas abiertas donde los cuerpos se bañan en hilera; en esos espacios de limpieza compartida usar chanclas evita el pie de atleta, pero no libra de las bromas escatológicas o sexuales ni de las guerras de toallazos que dejan cicatrices mentales.

El uso perdulario de los baños es un problema ínfimo comparado con la función terminal que se le ha dado a otras tuberías. En su infinita crueldad, el holocausto transformó la cámara de gas en una versión alterna de las duchas, como si el exterminio respondiera a un principio sanitario.

Hay algo extraño en disponer en casa de una cascada breve. El prodigio produce asombros, pero también resbalones (una estadística fatal demuestra que Estados Unidos ha perdido más ciudadanos en los baños que en las guerras).

Total que no faltan motivos para desconfiar del agua que cae en vertical sobre nosotros. ¿Justifica esto que las regaderas se hayan vuelto tan complejas?

Las antiguas llaves solían tener forma de timón y estar recubiertas de porcelana. Nadie confundía la fría con la caliente ni sospechaba que eso pudiera servir a otra función que producir un chorro honesto. Pero en algún momento la ingeniería hidráulica tuvo su Picasso y la regadera pasó de lo figurativo a lo abstracto.

Las regaderas domésticas siguen como antes. Al visitar a mis amigos rara vez paso a la ducha, pero supongo que sus baños no son tan complicados como los de los hoteles, donde las llaves se disfrazan de botones y no se mueven a la derecha sino hacia abajo. La novedosa regadera de hotel es una prueba de inteligencia que se reprueba. Y no sólo eso: la repruebas desnudo.

Pocos huéspedes se someten a la humillación de pedir que alguien vaya al cuarto a explicarles la ducha. Aprendemos a la mala: el primer día de viaje ya estamos despellejados.

El asunto me ha llevado a formular la siguiente hipótesis: no nos hallamos ante una incómoda variante del lujo -la sofisticación que nos excede-, sino ante la pedagogía de una secta radical de ingenieros.

La personalidad ha desaparecido de casi todas las actividades y la conducta individual se diluye en patrones uniformes. Somos consumidores diferenciados por un NIP. En este ámbito, la regadera de hotel ofrece una contrastante paradoja: tiene un temperamento único y al mismo tiempo anónimo. No sabemos quién la inventó ni podemos mencionar el nombre del diseñador para decir "me bañé con un Richards o un Martínez". Se trata de un producto industrial, pero su incomodidad tiene algo subversivo. Disfrazada de logro moderno, nos pone a prueba; más que utilizarla hay que descifrarla. Durante unos segundos regresamos al origen: desnudos, buscamos el fuego primigenio, la chispa que sale de dos piedras que se tallan.

El sobresalto dura hasta que descubrimos cuál es la caliente. Luego recuperamos la normalidad: volvemos a ser una cifra entre otras cifras y usamos el celular en modo zombie.

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Escrito en: editorial JUAN VILLORO

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