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Noche de ronda

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Adela Celorio

Encendió el equipo de sonido para soltar el provocador oleaje de su cuerpo y ese manantial de petróleo que era su ondulada melena.

“No me gusta oírte hablar de todas las mujeres como si fueran señoras finas en lugar de criaturas racionales. Ninguno de nosotros quiere estar en aguas tranquilas toda la vida.” — Jane Austen

Serían las dos de la mañana cuando, algo achispadas, salíamos del bar Londres, un lugar pequeño, ahumado y oscuro en la Zona Rosa.

“Toca Chamín Correa y muero por oírlo tocar”, había dicho Marina, y allá fuimos. Con un vestido azul noche de espalda muy baja y tersa seda que insinuaba las ondulaciones de su cuerpo, esa noche mi amiga atraía la mirada de hombres y mujeres. Incapaz de soslayar presencia tan contundente, enamorándola con la mirada, Chamín hizo para ella filigranas en la guitarra: “Todo lo que tengo en la vida, mi ternura escondida, mi ilusión de vivir…” y “Acaricia mi ensueño el suave murmullo de tu suspirar, como ríe la vida si tus ojos negros me quieren mirar”.

Cuando en el intervalo del show el artista se acercó a nuestra mesa para presentar sus respetos y su admiración a tan bellas damas –dijo–, nosotras ya estábamos encendidas. Besó la mano de mi amiga y hubo un breve intercambio de piropos. Antes de retomar el micrófono, Chamín ofreció seguirnos a casa de Marina, que en la alta temperatura de la euforia había llamado:

-Voy para allá con unos amigos.

Así fue como aparecimos en San Ángel los cinco, porque para entonces ya se habían apersonado en nuestra mesa un piloto de United que jugaba al seductor conmigo, una voluminosa rubia cincuentona que llamaba compadre a Chamín y no quitaba la mano de la entrepierna del joven que la acompañaba; “¿Verdá Flaco?”, le decía para despertarlo cuando el flaco dormido daba algún cabezazo.

El interior de la casa de Marina contradecía a la antigüedad de la construcción: gruesas alfombras y modernos sillones de piel invitaban a apoltronarse. El gris que predominaba en muros y alfombras enmarcaba afortunadamente una decoración ecléctica. En los muros Toledo, Soriano, José Luis Cuevas y un magnifico marco dorado que no enmarcaba nada –más adelante me enteraría de que era la obra icónica de Mathías Goeritz–, así como una de las famosas mano-silla de Pedro Friedeberg, creaban una atmosfera cuyo toque maestro lo daba un solícito mesero que ofrecía bocadillos y mantenía siempre llenas nuestras copas de champaña.

–Puedo pedirle al servicio que me atienda a cualquier hora de la noche porque cuando me voy a Coatza, vacacionan semanas enteras –se justificó mi amiga ante el asombro con que comenté los buenos modos de su sirviente a esas horas de la madrugada.

Aunque la conversación de Marina era fluida y graciosa, lo suyo era la música. Con la misma pasión con que ambientó los primeros tragos interpretando en su magnífico Petrof negro el concierto número 5 de Mozart –resabios de la incipiente carrera de pianista a la que había abdicado por un matrimonio temprano– encendió el equipo de sonido para soltar el provocador oleaje de su cuerpo y ese manantial de petróleo que era su ondulada melena; bailando la tropicalísima “Oye, Salomé”.

–¡Dios! Nunca imaginé que alguien podía bailar así.

–La pintura en la puerta parece un Remedios Varo –comenté al regreso de una incómoda, pero inevitable, visita al baño.

–Lo es. La compré en una subasta en Nueva York –me dijo la anfitriona así nomás, como si fuera lo más natural tener una puerta pintada por la Varo.

Chispeante conversación, humor, inminencia de romance... Ya clareaba cuando nos despedimos.

–Entonces, mañana paso por ti para ir al Palacio –me reiteró Marina.

Y sí, eventualmente me invitaba a hacer compras con su American Express de crédito ilimitado. Ella firmaba y yo le pagaba en efectivo.

–El cabrón de mi marido controla mis movimientos con la tarjeta de crédito en la que, por supuesto, no están contempladas las cuentas de mis rondas nocturnas –había explicado Marina, mostrándome la cartera con sólo un botón grande y amarillo dentro.

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