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El discurso y la confianza

JESÚS SILVAHERZOG

Sus críticos se toman literalmente lo que dice, pero no se lo toman en serio. Sus simpatizantes, en cambio, se lo toman muy en serio, pero no literalmente. Lo advertía Selena Zito hace un par de años en un artículo publicado por The Atlantic Monthly. La periodista se refería, por supuesto al fenómeno Trump. No abordaba el radicalismo de sus propuestas, ni las implicaciones ideológicas de su candidatura. Le intrigaba la manera en que su discurso escindía a la sociedad, pero, sobre todo, la manera en que revelaba su fractura. En la manera en que los norteamericanos escuchaban a Trump se exhibía una sociedad partida, en la que cada hemisferio negaba a la otra mitad.

Algo semejante podemos decir del discurso de Andrés Manuel López Obrador. Quienes lo siguen escuchan un discurso muy distinto al que escuchan quienes desconfían de él. Quienes crean sacrílega la asociación, pueden leer la carta que el presidente electo dirigió a Trump. Unas semanas después de su victoria, López Obrador encontraba paralelos estimulantes con el habitante de la Casa Blanca: ambos hemos derrotado al establishment, le decía. Usted y yo hemos enfrentado adversarios poderosos para poner al pueblo en el centro de la política. Los proyectos y las convicciones ideológicas pueden ser polarmente opuestos, pero hay entre ellos un innegable parentesco retórico. Los ingredientes son semejantes: la infinita sabiduría del pueblo, la permanente conspiración de los poderosos, la podredumbre de la política tradicional, la perversidad de los medios que se oponen al cambio.

Lo cierto es que López Obrador ha roto los cristales de la retórica tradicional. Su discurso no se asemeja al de ningún político de la historia reciente. No hay tampoco quien siga la pista de ese lenguaje rico en hallazgos verbales, en ocasiones fresco, gracioso y punzante, pero en la mayor de las ocasiones cansado, reiterativo, machacón. Entender a López Obrador es esforzarse por comprender el estatuto de su lenguaje. En ese discurso está, sin duda, una de las armas más potentes de su política. Su autenticidad, su arrojo, la fuerza de su atractivo están en el lentísimo compás de su discurso, en la seducción de los mitos históricos, en la energía de una convocatoria moral. La suya es la palabra más eficaz del presente. Pero en la inercia de sus palabras puede residir también uno de los lastres más pesados de su gobierno.

Lo debemos tener claro: el futuro presidente no va a cotejar las cifras de la OCDE antes de alzar la voz. Improvisará constantemente. Tendrá sus datos. Fijará hábilmente la agenda nacional. Seguirá siendo renuente al claroscuro. Contrastará la tragedia del pasado inmediato con la luminosidad del futuro. Por eso el presidente electo puede decir, sin incomodidad alguna que estamos en bancarrota, pero que, al final de su administración seremos una potencia y un ejemplo para el planeta. No bordará las complejidades de la política, sino la obviedad de la única ruta moralmente válida. Expresará con brusquedad sus desacuerdos. Descalificará a sus adversarios y lanzará seguramente la acusación habitual: mis críticos no están solamente equivocados, son moralmente repudiables. Y al mismo tiempo, mantendrá una comunicación intensa y auténtica con millones de mexicanos. Será para muchos, la voz más confiable en el país. Para muchos, la única digna de confianza.

Entender los puentes de esa comunicación es indispensable para tomar en serio su discurso. Mal haríamos desconociendo las razones de la persuasión. La autoridad de López Obrador se explica por el descrédito de las viejas voces, a las que se tacha, con razón o sin ella, de parciales e interesadas. Entidades públicas y privadas, organismos internacionales, profesionales y expertos han corrido la misma suerte de la clase política. Desprestigio y castigo. Al diablo los expertos, se dijo en Gran Bretaña en la campaña del Brexit. En México atraviesan un descrédito profundo. No importa mucho discutir si el desprestigio es justo o no. Lo que importa registrar es la pérdida de su ascendiente. Rehacer ese prestigio no será cosa fácil pero es indispensable. Entablar el diálogo necesario es exigir razón y fundamento al presidente, es llamar a la responsabilidad en su discurso. Pero es también trabajar en la reconstrucción de las otras confianzas.

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Escrito en: Jesús Silva-Herzog

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