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El Bastón Blanco

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ANGÉLICA LÓPEZ GÁNDARA

En la sala de espera, la voz femenina de acento eterno anuncia que el vuelo Torreón-Ciudad de México, programado para las seis de la tarde, saldrá con dos horas de retraso. La mayoría de las personas está en las pantallas de sus teléfonos. A mi lado, un señor que aparenta sesenta años, con pelo relamido hacia atrás y gafas oscuras, de ropa sencilla pero elegante, lleva colgado en la muñeca un objeto parecido a una pequeña lámpara. Las manos tersas de dedos alargados no concuerdan con su edad. Sólo él y yo tenemos los ojos libres. Él se vuelve hacía mí quejándose del retraso. Su acento es suave, refinado.

─¡Siempre lo mismo! ¿No se aburre, señora?

─Realmente no. Tengo paciencia. ¿Usted viaja mucho?

─Sí, por todo el mundo.

Él continúa platicando sin que yo pueda impedirlo. Me pregunta qué música me gusta. Le respondo que escucho de varios géneros, pero que últimamente oigo a Chopin. Echa los hombros hacia atrás como si se sorprendiera. Sin más, me lanza una desconcertante presentación:

─Soy taxista de aquí, de Torreón.

─Yo soy pasajera. También de aquí.

Él sonríe con gesto afable. Me siento incómoda, con ganas de levantarme, pero no lo hago. No es taxista. Los taxistas de Torreón siempre tienen el brazo izquierdo más moreno que el derecho. Aquí el sol es de mirada fuerte. La piel de este señor es un durazno maduro. Pero lo sigo escuchando.

─Cuando no tengo pasaje, me dedico a darles de comer a las palomas. Allí, en la Plaza de Armas. Traigo pan y tortillas de mi casa y se los doy en pedacitos. Ellas ya me conocen. ¿Se ha fijado que en el periódico hay anuncios que dicen: “Compro palomas”? Cualquier número.

─¡Ah, sí!

─Pero, ¿sabe para qué las quieren?

─No. ¿Para los restaurantes de comida china?

─Sí, también. Pero hay mucha gente a la que le gusta el deporte del tiro al blanco. No sé por qué le llaman deporte a matar a esas pobres criaturas. Gente ociosa. Mire, yo tengo un amigo que trabaja en el bar La Rueda ¿Sabe dónde está?

─No.

─Bueno, usted qué va a saber. La Rueda está por el mercado Alianza y es a donde va todo el cochambre de Torreón. ¿Ha visto el sarro que se les hace a los baños o la cochinada de grasa en las campanas de cocina?

─Sí.

─Pues así es esa cantina. El lugar y las personas son la misma cosa: puro cochambre. Huele a una mezcla de orines, cigarro, alcohol y sudor. Como le decía, mi amigo trabaja allí. Se encarga de hacer la botana. Combina los trabajos y algunas tardes va con un grupo de aficionados al tiro al blanco. Él les ayuda aventando a las palomas para que los cazadores les disparen. Mi amigo es muy aguzado: recoge las palomas muertas. Ya en su casa, las despluma, las limpia y las guisa en mole. Le quedan muy sabrosas. Luego las lleva a la cantina para que se las coman los parroquianos. El problema es que los clientes, a pesar de que están bien borrachos, se encabronan cuando no pueden masticar las municiones.

─¿Cuántos años lleva de taxista?

─Unos veinte años, pero de joven fui luchador.

─¿Técnico o rudo?

No sé por qué pregunté eso. Me estaba cayendo mal. ¿Cómo lo sabía yo? ¿Me estaba fallando la percepción de la realidad? Era una situación extraña. Si el hombre no tenía pinta de taxista, mucho menos de luchador. No había señal física de que le hubieran dado unos buenos costalazos o aplicado las cien llaves de la triple A. Era demasiado delgado. Y con esas manos tan delicadas... ¡Imposible!

─De los dos ─respondió.

─Eso es puro teatro, ¿no?

─La lucha libre es circo, maroma y teatro, pero mientras uno aprende a hacerlo se da bastantes jodazos.

─¿Y por qué dejó la lucha?

─Porque es una vida de vicios y mujeres. Mucha, mucha droga. Eso cansa. Ahora uno ve a los jóvenes voladores y dice: ¡qué bárbaros! ¿Para qué tanta tontería? Pero así es esto. La lucha es un mundo muy divertido y enviciado. Además, el médico me dijo que por culpa de esos golpes me salió un tumor en la cabeza. Dice que es así —unió el pulgar con el índice—, como un frijol, así de chiquito, pero me molesta, me marea mucho.

─Si se marea es peligroso que ande manejando. ¿Qué tal si provoca un accidente? ─le dije molesta; a él no le importó y siguió hablando.

─Mis familiares dicen que una vez me dieron convulsiones. Desperté y no sabía quién era. Estaba en mi casa. Lo bueno es que fue nomás esa vez. Por eso me di cuenta de que algo no estaba bien en mi cabeza. El doctor me dio unas cápsulas de Epamin. Con esas no me mareo ni nada. Ni modo: tengo que trabajar porque estoy juntando para la operación en un hospital particular. Si no me opero me muero. El chistecito me va salir en cincuenta y seis mil pesos, ya con todo. Y eso que el doctor me hizo una rebaja. Primero fui al Seguro Social, pero me dijeron que en un año me operarían. Les dije: no gracias. Para entonces, ¿ya para qué? Voy a estar bien muerto.

A medida que describía los detalles, me irritaba más. Su habla no correspondía a su apariencia. A veces quería darme risa; otras me daban ganas de buscar algún pretexto para levantarme. Luego me preguntó:

─¿Usted a qué se dedica?

Contesté con naturalidad:

─Soy prostituta.

El hombre sonrió levemente y se acercó para olfatearme.

─No huele mucho ─murmuró, y su bocaza continuó hablando como si nada—: Bueno, su trabajo debe de ser más emocionante que el mío. Quizá ya nos hemos topado en alguna ocasión.

─No, no creo. Quise decir, fui… Fui prostituta.

La sangre se me agolpó en la cara. Apreté la mandíbula. Este hombre tan contradictorio me crispaba. Quería decirle que yo era de las que cobraban caro y que sí, que era verdad: nada de besos en la boca, y también que había imbéciles que se rehusaban a usar condón, pero enseguida se oyó la monótona voz: “Aeroméxico anuncia la salida de su vuelo 212, con destino a la Ciudad de México. Pasajeros, favor de abordar por la sala A”. El mentiroso exclamó:

—¡Hasta luego, señora! Fue un placer platicar con usted.

Apretó un botón que estaba en el mango de lo que yo había creído que era una lámpara. Saltó una larga vara metálica, muy delgada y flexible. El hombre se levantó tanteando por donde caminaba, usando su bastón blanco. Luego se le acercó un joven que lo tomó del brazo izquierdo. ¡Cabrón, mentiroso! ¿Así que eres ciego? Claro, ¿por qué demonios habrías de viajar por todo el mundo, si ni siquiera ves por dónde caminas? Al subir al avión, lo vi sentado en la sección de primera clase, junto a su Lazarillo.

A la mañana siguiente, me preparaba para salir del hotel y acudir al congreso de abogados al que asistiría. En la televisión se escuchaba el Preludio No. 2 de Chopin. Esperé para disfrutarlo. Una corriente eléctrica me recorrió la columna vertebral al darme cuenta de que al piano estaba el taxista de la triple A. Me recosté en la cama para ver cómo entrevistaban a Federico Vargas, el famoso pianista venezolano que se había presentado en todos los grandes escenarios del mundo. “Un dato curioso de nuestro entrevistado”, comentaban unos enormes senos conductores de televisión: “El maestro Vargas tiene como pasatiempo coleccionar las anécdotas que le cuentan los taxistas que lo trasportan en todas las ciudades donde se ha presentado. Pronto publicará un libro…”

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