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Juárez en la calle

JUAN VILLORO

Jorge Ibargüengoitia aseguraba que a los héroes les conviene tener un rasgo que los distinga y facilite convertirlos en estatuas. Morelos es, para siempre, "el del pañuelo en la cabeza", y el Pípila, cuyo rostro ignoramos, adquiere verosimilitud por la inmensa piedra que carga en la espalda. Uno de nuestros héroes decisivos, Benito Juárez, comparece en plazas y rotondas, en piedra o en bronce, con peinado permanente y semblante adusto. Es el Impasible de nuestra turbulenta historia.

En la tradición inglesa, los actores se disputan el privilegio de ser Churchill; en México, sólo un primer actor ha sido en verdad Benito Juárez. Me refiero, por supuesto, a José Carlos Ruiz, a quien vi por primera vez en la pantalla en 1965 en Viento negro, épica narración del tendido de la vía férrea en el desierto. Posteriormente, encarnó a personajes inolvidables como el Carajo en El apando, de Felipe Cazals, basada en la novela de José Revueltas, monseñor Romero en Salvador, de Oliver Stone, y el pintor zacatecano Goitia en Goitia. Un dios para sí mismo, de Diego López.

Sidney Poitier lo dirigió en Buck and the Preacher, Sam Peckinpah en Major Dundee y Miguel Littín en Actas de Marusia; participó en espléndidas versiones fílmicas de novelas mexicanas, como Dos crímenes, de Jorge Ibargüengoitia, y Los albañiles, de Vicente Leñero, y en el teatro dio vida a personajes de Sófocles, Brecht, Eliot, Büchner y Miller, y colaboró con Octavio Paz en Poesía en Voz Alta. Esta incomparable trayectoria llegó a un momento singular con el auge de la telenovela histórica y el descubrimiento de que el hombre que tantos otros había sido, podía transformarse definitivamente en Juárez.

Ernesto Alonso lo llamó para La tormenta y Maximiliano y Carlota. Su encarnación del Benemérito fue tan sorprendente que dio lugar a otra telenovela en la que fue protagonista absoluto de la historia: El carruaje. El título aludía al momento en que Juárez tuvo que huir y se llevó la Presidencia a cuestas. El carruaje en que viajaba llevaba las cortinas corridas para que no se supiera quién iba dentro. Cuando le preguntaron al escritor juarista Guillermo Prieto qué llevaba ese vehículo, contestó: "Una familia enferma".

Ruiz representó con tal convicción al Presidente cuyo poder se reducía a un vehículo desvencijado que fue visto como una reencarnación del Benemérito. Durante el rodaje, un grupo de campesinos se acercó a pedirle que remediara la situación de sus tierras. No hubo forma de convencerlos de que el actor no era el prócer. Animado por un extraño fetichismo, Gustavo Díaz Ordaz lo mandó llamar a la Presidencia y le pidió que sentara en la silla del águila para ver, por un momento, a Juárez en su despacho.

Eduardo de la Vega Alfaro ha contado estas peripecias en su muy disfrutable libro Yo no fui a la escuela, fui al cine: José Carlos Ruiz. Ahí refiere el momento en que Hermenegildo Cuenca Díaz, secretario de Defensa de Luis Echeverría, pidió al actor que participara en el desfile del 16 de septiembre disfrazado de Juárez. "Al principio me negué, pero el día señalado llegaron por mí de madrugada para llevarme a Palacio Nacional. Me vestí, me maquillé y empezó la aventura: los zacapoaxtlas abrieron el desfile y en seguida el carruaje. Al pasar justo debajo del balcón, el presidente Luis Echeverría me brindó un entusiasta y efusivo aplauso y en seguida la gente, el pueblo que presenciaba el desfile -la multitud- irrumpió en aplausos", recuerda Ruiz. En una elocuente metáfora de nuestra historia, las tropas reales fueron menos aclamadas que el héroe ilusorio.

Lo más interesante de esta escena es lo que vino después. José Carlos Ruiz me contó el desenlace de la historia. El falso carruaje del presunto Benemérito siguió por Paseo de la Reforma hasta llegar a Mariano Escobedo. Ahí terminó el desfile. De pronto, el gran actor de ese acontecimiento fue abandonado en la calle. El favor que había hecho ni siquiera merecía un taxi.

El hombre que fue Juárez ya encarnaba otro destino, el de la figura emblemática que ha dejado de servirle al poder y sólo puede vivir en la retórica. La teatralización habían quedado atrás; Ruiz era uno entre la multitud, en medio de la calle.

Conjeturo que en ese momento fue, más que nunca, como el Juárez del carruaje: abandonado, desconocido, volvió a casa por su cuenta.

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