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Los días, los hombres, las ideas/Centenario del oso de peluche

Francisco José Amparán

En esta era endiabladamente intercomunicada resulta ya difícil que la fecha de arranque de un determinado evento resulte un misterio. Hoy sabemos a la perfección en qué día Fleming encontró un sándwich todo hongueado (y con ello, dedujo los usos de la penicilina), cuándo se le ocurrió a Mary Quaint poner al descubierto las rodillas femeninas para inventar la minifalda, en qué episodio de “Viaje a las Estrellas” el Señor Spock dijo por primera vez “Vive largamente y prospera”, y en qué momento Steve Jobs empezó a desocupar (a medias) el garage de su casa para crear la primera computadora personal.

El ignorar cuándo debutaron en el mundo constituye, hasta cierto punto, parte del atractivo de no pocos utensilios, herramientas y costumbres del pasado. ¿Quién le puso la primera hebilla a un cinturón? ¿Qué audaz ocioso utilizó por primera vez una pinza para quitarse los pelos de las orejas (o de la nariz)? ¿Quién fue el pionero en molestar a sus vecinos llevándole serenata de villancicos a todo pulmón? ¿Cuándo se inventaron los monos de peluche?...

¡Hey, esperen un momento! Si bien los monos forrados con borra u otra sustancia suave parecen haber surgido en el siglo XIX (cuándo exactamente, es otra cuestión), del muñeco de peluche por antonomasia, el oso pachón, apretable, restregable, de ése sí tenemos santo y seña. Al menos, de dónde emanó su nombre y popularidad. Y este año cumplió su primer centenario.

Resulta que hace cien años, un juguetero que no sabía qué hacer con el monerío que tenía de stock, decidió darle un empuje al negocio aprovechando la relativa popularidad del presidente americano en ese entonces, Theodore Roosevelt. Para ello se valió del Cuarto Poder: una revista de novedades, de las primeras en imprimir fotografías, sacó una en donde el (supuestamente) feroz vencedor de la batalla de la Colina de San Juan posaba muy orondo junto a un hijo pequeño y un oso de peluche, juguete favorito (suponemos) del Primer Niño. Era una bestezuela común y corriente (el oso, no el niño o el presidente... aunque éste era tan incontinente como el actual ocupante de la Casa Blanca), de ésos cosidos en una posición sentada que jamás adoptaría ningún úrsido real que se respete. El juguetero descubrió que tenía algunos juguetes semejantes (en aquel entonces, TODOS los osos de peluche se parecían), recortó la fotografía, la puso en el aparador de su establecimiento y la rodeó de monos. En un cartelón aparte, escrito a mano, invitaba al culto público a adquirir un “Teddy Bear”, esto es, un osito de Teodorito. Y de ahí p’al real, así se le ha llamado al mono de peluche arquetípico.

Aquello no le hizo mucha risa a Roosevelt, por dos razones: primero, que le chocaba que le dijeran Teddy, dado que se creía el equivalente presidencial de Ernest Hemingway: le gustaba la acción y el peligro, cazar elefantes y andar entre el olor a pólvora y el silbido de los balazos. Roosevelt siempre quiso proyectar una aureola de aventurero, aguerrido y arriesgado... lo que resulta difícil si a uno le dicen Teodorito. En segundo lugar, que a uno lo relacionen con un juguete más bien tierno, apretujable y quita-miedos infantiles, no garantiza muy buena prensa para la reelección. Pero en estas cosas no ocurre lo que quieren los poderosos, sino lo que la población endilga a nivel de costumbre. Y el apelativo de Teddy Bear se le quedó a todo mono de esa especie. Y hasta la fecha...

Claro que ahora hay osos de todos los tamaños, colores y sabores. Y los demás monos de peluche también se han diversificado de una manera sencillamente Darwiniana: no importa la forma o la especie, con tal de que triunfe en las ventas navideñas. Así, hay monos de peluche en forma de pulpo, guajolote, tapir, pez martillo y hasta tarántula, para los críos con estado de ánimo macabro.

Este año se celebró también el medio centenario de otro juguete que ya podemos considerar tradicional: la muñeca Barbie. Como lo sabe todo sufrido padre que tiene hijas menores de quince años, esa franquicia es la más exitosa de la historia en lo que se refiere a exprimir los bolsillos de los abnegados pater familias que se dejan engatusar por presiones femeninas, que no por ser infantiles resultan menos onerosas o mortíferas. La receta fue sorprendentemente simple: crear una muñeca con medidas anatómicas imposibles, aunque vestible de todas las maneras posibles... y que luego se lanzó a cuanta carrera profesional es dable suponer, para expandir las posibilidades no sólo de venta de la mona, sino de accesorios y vestuarios. Así, Barbie ha sido bombera, astronauta, bailarina, porrista, patinadora, médica-cirujana-partera (como dicen los títulos), ciclista, Anastasia (la princesa rusa dizque sobreviviente de la matanza de Ekaterimburgo) y hasta chica Bond (este año, por el 40 aniversario de las películas). Nada más he echado en falta la Barbie Fayuquera y la Barbie Diputada para completar el espectro de ocupaciones, de una de las más nobles y benéficas a otra de las más inútiles y parasitarias. Ya saben ustedes cuál es cuál.

Pero además, a la Barbie (así llamada por la hija de su creadora, chamaca que nunca pudo emular sus medidas en ningún momento, según las malas lenguas) la acompañan desde hace tiempo un galán llamado Ken (que ha tenido que hacer múltiples papelones en diversas encarnaciones como compañero buena-onda de su chica), una hermanita en plena edad de la punzada (para hacerla ver su suerte, supongo) llamada Skipper, otra que se llama Kelly, y una bebé apelada Krissy, cuyos vestuarios son más caros que los de una familia equivalente de la vida real. De todos los personajes se han vendido, en el último medio siglo, varios centenares de millones de ejemplares. Se ha fabricado una Barbie (o parentela) por cada siete niñas en el mundo.

No es de oquis, pues, que la Barbie se haya ganado no sólo un puesto como icono cultural de Occidente, sino también la inquina de muy distintos grupos. Las feministas de los sesentas la quemaron con todo y sus brasieres, alegando que la muñeca era un ejemplo de cosificación de la mujer: si aquél era el ejemplo a seguir por las niñas, entonces nada más las estaban preparando para estar güenonas y servir de objetos sexuales del hombre (en parte por ello le inventaron más profesiones que las registradas por la CNOP... si es que existe todavía la CNOP). Más recientemente, con la bulimia, la anorexia y otros desórdenes alimentarios campeando por sus fueros, se le acusa de servir como modelo imposible de alcanzar para una generación de niñas que se la pasan viendo en la tele supermodelos más delgadas que el sentido de la vergüenza de nuestros gobernantes (lo que ya es decir). Y en la república islámica de Irán, no hace mucho, sacaron a la venta su contraparte musulmana: mucho menos sinuosa, más recatada en el vestir, y “con fuertes valores morales”, según anunció el fabricante. Vaya, pues.

Total, que estos juguetes han hecho historia. Y conocemos ahora sí que hasta su acta de nacimiento... como la que acompaña, por cierto, a unas monas monstruosas llamadas “Cabbage Patch Dolls”, que amenazan con volverse a poner de moda. Lo bueno es que Constanza mi hija ya va para los doce años... y claro, habrá otras preocupaciones. Pero nada puede salir más caro que comprar en una misma temporada la Barbie Detective, una Cabagge Patch de raza indostana, la tercera generación de las Bratz, la segunda (¿o es la quinta?) de las Divas y una Ty Doll del Abominable Hombre de las Nieves. Muy tierno él, eso sí.

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