Temple

Si sacas del capullo a la mariposa para facilitarle su nacimiento, la harás más débil y no podrá defenderse.

Lo afirmo: los padres queremos darle todo a los hijos y “todo” es una palabra que abarca lo material, lo emocional, la experiencia, el conocimiento. Cuando enferman quisiéramos ser nosotros los enfermos, cuando sufren quisiéramos tomar su lugar, cuando tienen un descalabro económico asumimos, si acaso podemos, sus pérdidas.

Está en nuestra naturaleza de madres y padres. Deseamos que encuentren la mejor pareja del mundo, que nada los agobie, perturbe o canse. ¿Estamos bien queriendo solucionarles la vida? Mi ser racional entiende que se trata de un error, no así mi corazón de madre.

Temo que voy a caer en lugares comunes: “No los traje a este mundo a sufrir”, “Crecen tan rápido”, “No me voy a llevar nada a la tumba”, “Si no los ayudo yo, ¿quién?”

Son frases que tienen algo de verdad y mucho de autoengaño. Por estos días he pensado en el papel que jugamos los padres en la construcción del temple que exige la vida a nuestros hijos.

Hace días transitaba por un bulevar con pesado aforo vehicular. Me trasladé al tiempo en que aprendí a conducir. Seguro no había ni la mitad de autos que hay ahora; no había, por tanto, mucha justificación para sentir el miedo que hoy experimentan algunos jóvenes cuando están en proceso de aprender a manejar. Concluí que las habilidades que deben desarrollarse hoy en día, hasta para lo más básico de la vida, son muy distintas a las que tuvimos que desplegar en otra época.

Pero eso no quiere decir que sean victimas del caos mundano en medio del cual vivimos, ni que no vayan a hacer lo que tengan que hacer por ellos mismos. No puedo dejar de acordarme de esa cita recurrente: si sacas del capullo a la mariposa para facilitarle su nacimiento, la harás más débil y no podrá defenderse.

Ahí es donde nos equivocamos: un fallo significa una enseñanza sólo cuando quien lo comete asume sus consecuencias. Atajar el error, transferir responsabilidades, acotar lo que se deriva de él, es trastocar el curso evolutivo de la experiencia humana y lo que resultará de ello es inmadurez emocional. La sobreprotección es un atentado contra los hijos, y lo peor es que de pronto esto se da no por amor a ellos sino por amor a nosotros mismos. Me explico: cuando no queremos batallar, cuando queremos que nos quieran por lo que damos, cuando sentimos culpas pasadas y queremos resolverlas ocupándonos de las consecuencias de sus actos, lo hacemos atendiendo a nuestras emociones como padres y dejamos de lado lo que nuestros hijos realmente necesitan.

Antes, querido lector, cuando un padre le decía a un hijo varón “enséñate a ser hombre”, en realidad lo que quería decir es “hazte responsable”. Hoy día lo que prima es “la ley del menor esfuerzo” y esquivar a toda costa el sufrimiento de la frustración. Cuando una madre le decía a su hija “enseñate a ser mujer”, la exhortaba a cultivar las cualidades para que el día en que se convirtiera en madre fuera la mejor. Ahora, prevalece aquello de “no batalles que la vida es muy corta”.

El temple es la capacidad para enfrentar las situaciones peligrosas o difíciles con serenidad, es una cualidad que se trabaja. Si bien el carácter de cada uno puede hacer más fácil o más difícil su obtención, todos podemos aspirar a ello. Sobreponerse a las adversidades es algo a lo que llamamos resiliencia. El temple nos permite no asustarnos ante las adversidades, liberarnos de la hiperreactividad emocional.

Probemos a vivir atemperando, dando tiempo, pasando del frio al calor sin aspavientos, sin pánicos o placeres desmedidos, sin desbordar lo que la vida requiera para ser vivida con intensidad. Hay que darle mucho a los hijos: amor, acompañamiento, certezas, congruencia... Ellos deben saber que o damos todo y nos vaciamos o damos lo prudente y nos fortalecemos.