Columnas la Laguna

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Se antoja increíble el daño que un solo hombre puede hacer a todo un pueblo. Tal es el caso de Nicolás Maduro y Venezuela. Desde luego para que algo así suceda debe concurrir una serie de circunstancias por las cuales un individuo llega a imponer su absoluta voluntad sobre la de sus conciudadanos. Aun contando esos factores, sin embargo, es evidente la peligrosidad que hay en el hecho de que todo el poder se concentre en un solo hombre, y más cuando frente a él no hay otros poderes que le impongan límites. Si en las monarquías ese absolutismo es peligroso, en las democracias presenta mayor riesgo, pues tal poder omnímodo se hace aparecer como derivado de la voluntad popular manifestada en las urnas. A falta de frenos y contrapesos que acoten la acción de un gobernante investido de poder total es necesaria, por un lado, la existencia de una prensa independiente y crítica, y por el otro la presencia de una ciudadanía vigilante y participativa que se mantenga alerta frente a los actos del gobernante, denuncie sus excesos y proteste ante sus ilegalidades y desvíos. No hay país que esté vacunado contra los riesgos del individualismo absolutista. Estados Unidos, con todo y la fortaleza de sus instituciones, afronta ahora los efectos de la conducta caprichosa y errática de Donald Trump. El drama de Venezuela es resultado de la imposición de la voluntad de un solo hombre -primero Chávez; después Maduro- sobre la ley y las instituciones. La concentración de una excesiva dosis de poder en un gobernante representa siempre un peligro para los gobernados. Los ciudadanos tienen voz y voto. En el caso de México ya se manifestó el voto de unos. Tendrá que estar presente siempre la voz de otros. Don Avucastro, atildado caballero, visitaba asiduamente a Himenia Camafría, madura señorita soltera. Tres veces por semana iba a su casa, y ella le ofrecía un merienda de chocolate y piononos con un bajativo de vermú al final. Himenia, hay que decirlo, albergaba intención esponsalicia hacia su frecuente visitante, pero don Avucastro no parecía tener igual propósito. Le decía cosas, eso sí; la llenaba de galanterías; de vez en cuando le hacía un pequeño obsequio -un pirulí; alguna charamusca-; mas no mostraba el deseo de unir su vida a la de su anfitriona, a la que llamaba "querida amiga", siendo que ella anhelaba que le dijera nada más "querida". Una tarde la señorita Himenia ya no se pudo contener y habló con su visitador: "Señor don Avucastro: me agradan mucho sus visitas y disfruto bastante su conversación. Me pregunto, sin embargo, si no es tiempo ya de que formalicemos nuestra relación. La gente empieza a murmurar, y eso no conviene a mi honra de mujer sola. Le ruego entonces que me diga cuáles son sus intenciones". "Querida amiga -se azaró don Avucastro al escuchar el ultimátum que le presentaba la señorita Himenia-, mis visitas obedecen a un propósito puramente amistoso, y no tienen otro objeto que el de gozar su fino trato y su agradable charla". "Ya hemos charlado mucho -replicó, terminante, la señorita Himenia-, y me ha tratado usted lo suficiente. Además ya se ha comido usted 356 piononos, y se ha bebido 144 copas de vermú. Le agradezco el pirulí y la charamusca, pero eso no es bastante. Cásese conmigo y así podremos reanudar nuestras conversaciones". "Tal cosa es imposible, señorita -se decidió a hablar don Avucastro-. Voy a revelarle un secreto de mi vida que le ruego no comunique a nadie: soy sodomita y pederasta". "¿Y eso qué? -respondió la señorita Himenia-. Su religión no me importa, y en cuanto a lo demás, para eso hay Alcohólicos Anónimos". FIN.

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