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Ruta y ritmo del cambio

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

Aun cuando la lentitud perjudicara, frustrara, pervirtiera o postergara el objetivo pretendido, los adoradores del gradualismo hicieron de éste el altar del cambio. Elevaban salmos a la reforma paulatina por miedo al cambio drástico o abrupto.

En su lógica, el paso lento marcaba el ritmo; la paciencia inagotable, la actitud correcta; la tolerancia al fracaso o la negligencia, la oportunidad de corregir; y el desvío o el abandono del propósito, la experiencia aleccionadora. Si no se alcanzaba el objetivo o el resultado no era el previsto no había por qué desesperarse ni apartarse del gradualismo, la ruta aceptable del cambio.

Por eso, ahora, los gradualistas se comen las uñas y sudan ante los anuncios, pronunciamientos y planes de Andrés Manuel López Obrador. Reconocen el resultado electoral, pero no la consecuencia política. Les cuesta asumir el cambio propuesto por su calado, ruta y ritmo. Más cómodo el gradualismo: camino seguro para llegar no siempre a la meta, pero capaz de alimentar la expectativa y contener la desesperación.

Hoy, de un modo u otro y a veces apostándole al fracaso, los idólatras del paso lento advierten los supuestos peligros de hacer pronto y tantas cosas. Previenen lo que puede ocurrir, pero callan u olvidan lo ocurrido: las deudas e incumplimientos del gradualismo y, con ello, el abuso del aguante de la gente. Aguanta un piano, decían algunos.

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A más de uno le preocupa la contundencia del triunfo electoral del próximo jefe del Ejecutivo, fortalecido además con el otorgamiento de la mayoría en el Legislativo, así como en múltiples legislaturas estatales. Temen un gobierno fuerte y un partido dominante.

En su momento, los gradualistas imploraron practicar el voto diferenciado y repudiar el voto en línea y, aun hoy, lamentan la falta de contrapesos. Llamaron también al voto útil, sin calcular a dónde iría a dar. Sin externarlo a voz en cuello, ahora se preguntan cómo es que la ciudadanía decidió empoderar a un líder y su partido sin ponerle freno alguno. Abominan el hecho y temen el resurgimiento de un régimen plural con partido dominante.

Quienes abrigan esa inquietud, ocultan u olvidan lo sucedido casi durante veinte años, lapso en el cual los partidos establecidos hicieron del voto, materia combustible, o bien, patrimonio de su capricho.

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Desde 1997, el electorado resolvió equilibrar a los poderes y optó por el gobierno dividido. Darle avenida al cambio gradual.

La ciudadanía decidió ensayar ese derrotero y, tres años después, invertir el rol de los actores políticos. Pero los partidos ignoraron el mandato. Gobernantes, dirigentes partidistas y coordinadores parlamentarios no se sentaron a negociar y acordar sobre la base del entendimiento, y frustraron los cambios. No en vano, el slogan electoral del panismo en la elección intermedia de 2003 era "quítale el freno al cambio" y el electorado se sostuvo en su decisión. Insistió en el equilibrio. Y los partidos desoyeron de nuevo el mandato, al punto de transformar el gobierno dividido en el gobierno paralizado.

En su turno, Felipe Calderón no se hizo bolas. Envió de vacaciones la doctrina, renunció a la política y se fue, como Mambrú, a la guerra hasta convertir al país en un cementerio. Ni caso ensayar un entendimiento entre Ejecutivo y Legislativo.

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Durante este sexenio, la decisión electoral se pervirtió más.

Si de el gobierno dividido se pasó a el gobierno paralizado, la administración transitó a el gobierno corrompido. El Pacto por México ignoró una vez más al electorado. Se puso en boga un doble concepto. Al electorado le corresponde votar, pero no mandatar; y, en política, lo que se arregla con dinero siempre es barato.

Así, las reformas estructurales no fueron producto de la negociación y el acuerdo entre los partidos, sino del canje y la transa entre las cúpulas gubernamental, partidarias y parlamentarias. Ahí, el problema del diseño y la instrumentación de buena parte de ellas.

Casi durante dos décadas, el electorado ensayó el cambio gradual, vía el gobierno dividido. Una y otra vez fue desoído y, obvio, tras ver el desprecio y desacato del mandato reiterado y repetido, en la reciente elección resolvió empoderar a un solo partido. Nada irracional, reponer los rieles de esa vía.

Por eso, vaya absurdo, asombra la sorpresa. La congoja de quienes, en privado y mirando a los lados, critican al electorado y deploran haberle dado tanto poder a un solo partido, tanto en el Ejecutivo y Legislativo. Asombra la sorpresa.

***

Como el electorado, su elegido reconoce la circunstancia.

Evidentemente, el candidato triunfador es consciente del descomunal tamaño del mandato recibido, del tiempo para cumplirlo y, por lo mismo, de la velocidad a imprimirle a la instrumentación. De seguro, reconoce también la dimensión de la expectativa generada. Está urgido por actuar rápido, bien y fuerte.

Ahí, quizá, se explica por qué el vértigo de anuncios, el calado de las propuestas y la dureza en los términos de planes y planteamientos -a veces, puntos de partida- que formula. Le corre prisa porque las expectativas ya son ansias y las condiciones difíciles, pese al entusiasmo. Si no aprovecha su fortaleza, antes de un suspiro se podría desvanecer la posibilidad del cambio cierto.

Ojalá en medio de tensiones y presiones provenientes de muy distintos y diversos flancos, Andrés Manuel López Obrador y Morena prioricen qué batallas dar a brazo partido y cuáles no. El asunto no es de grado, sino de estrategia.

Por lo pronto, impulsar la reducción de las millonarias prerrogativas de los partidos políticos es un acierto.

EL SOCAVÓN GERARDO RUIZ

Dice un lector amigo que un socavón es una oquedad, un vacío, en este caso, de autoridad y gobierno.

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