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México ¿potencia mundial?

Periférico

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

El ciclo sexenal guarda una fuerte semejanza con el otro ciclo que domina la vida pública nacional: el cuatrienal de los campeonatos mundiales de futbol. Cada cuatro años, la afición mexicana renueva sus ilusiones de que su selección pueda superar la maldición del quinto partido. Pero en este Mundial de Rusia 2018, al amparo de las declaraciones del jugador mexicano de mayor proyección internacional, no fueron pocos los que creyeron que tras vencer a Alemania, el Tri podía ser campeón del mundo. Como cada cuatro años, la realidad volvió a colocar en su lugar a la selección nacional. El cuadro tricolor está muy lejos de ser el peor equipo del mundo, pero aún está distante de ser el mejor. Está entre los 16 primeros. Ahí ha estado desde el último tercio del siglo XX.

En la política ocurre algo parecido. Cada seis años los mexicanos renuevan sus esperanzas de que de la elección presidencial surja el gobierno que le dará a la República el cauce correcto para deshacerse de sus viejos y nuevos lastres. Pero en la elección que acaba de pasar los candidatos replicaron la especie de que México estaba en condiciones de convertirse en una potencia mundial, y que sólo ellos conocían el camino para conseguirlo. El propio virtual presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, lo ha sugerido luego de ganar la elección. Y como ocurre en el futbol, no pocos creen que esto es posible. Desde la posición de la propaganda y la ingenuidad, todo es posible. Pero la realidad, como en el Mundial, indica otra cosa.

¿Qué es una potencia? ¿Cómo se construye? ¿Qué necesita un país para serlo? ¿Qué tienen en común las potencias de todas las épocas, los imperios persa, romano, chino, árabe, mongol, español, holandés, británico y norteamericano? ¿Por qué esos y no otros estados dominaron el mundo? ¿Cómo se convirtieron en naciones hegemónicas? La respuesta a estas preguntas deja en claro por qué México necesita mucho más que la imaginación y el deseo para convertirse en una potencia mundial. Hay que comenzar por revisar la base de los imperios hegemónicos: el desarrollo económico, que no es otra cosa que una amplia disponibilidad de recursos; pero también la capacidad para transformar ese desarrollo en riqueza y poder. Desde los orígenes de la civilización, esta dinámica ha creado un sistema internacional en el que hay países de centro y países periféricos. Este proceso se ha agilizado y potenciado desde la primera revolución industrial hace 250 años, que ha permitido la concentración de los mayores medios y bienes para la construcción de los estados más poderosos de la historia.

El control de una gran cantidad de recursos -geográficos, naturales, humanos y económicos- permite a una sociedad reforzar las capacidades del Estado, en un círculo virtuoso que lleva a la postre a incrementar el control de los recursos, ya sea de forma directa o indirecta. Pensemos en Estados Unidos que, desde la independencia de las Trece Colonias hasta hoy, casi 250 años después, con la conquista de un territorio ocho veces mayor al original -a expensas de otros países, como México-, y la presencia militar en todos los mares y continentes del orbe, se ha convertido en la nación con mayor riqueza y capacidad económica y material que jamás haya existido. En el devenir de la geopolítica de finales del siglo XIX y la primera mitad del XX, el poder industrial de los Estados Unidos se tradujo en poder político, militar y financiero, al grado de transformarse en unas cuantas décadas en el estado con mayor influencia en el mundo, y con el aparato coercitivo más grande nunca antes visto.

Esto ha sido posible en buena medida por el control -ya sea directo o indirecto- y el desarrollo de sectores estratégicos de la economía: energía, transportes, industria pesada y militar, tecnología y telecomunicaciones. Un estado que aspire a ser hoy potencia mundial necesita contar con capacidad y disponibilidad en todos estos aspectos. En este sentido, se ha cuestionado mucho el papel de la Unión Europea o de algunos de sus integrantes como potencia mundial. Si bien en conjunto poseen una de las economías más robustas y diversificadas, su dependencia militar y política hacia Estados Unidos limita enormemente su influencia y proyección de poder, lo que ocurre también con Japón y Corea del Sur. Como dato revelador, las naciones más ocupadas por tropas estadounidenses son Alemania y Japón, precisamente.

Realidad distinta es la de China y Rusia, las cuales gozan de una independencia que no tienen las naciones occidentales protegidas bajo el manto norteamericano. En el caso de la primera, su capacidad material y económica rivaliza ya con la de Estados Unidos, con una concentración de poder mayor en manos de sus dirigentes, aunque con mucho camino por recorrer aún en materia de riqueza per cápita. En el caso de la segunda, si bien su economía está aún lejos de las dimensiones que guardan la estadounidense y china, el dominio energético y militar le ha dado a su gobierno la posibilidad de desplegar una ambiciosa estrategia de reposicionamiento global que, hasta el momento, le ha rendido bastantes frutos. Pero con todo y lo que algunos ven como decadencia del imperio americano, el mundo se sigue moviendo al ritmo del dólar, y el inglés continúa siendo la lengua franca de nuestro tiempo.

En resumen, los factores que hoy hacen de un estado una potencia mundial son: desarrollo económico, control y despliegue de sectores estratégicos, hegemonía financiera, capacidad e independencia militar, peso diplomático, proyección de poder e influencia cultural. ¿Cuántos de estos atributos tiene o está desarrollando hoy México? Muy pocos. ¿Es México un país central o periférico? La respuesta es obvia. A la luz de lo anterior, cabe preguntarnos ¿a qué se refieren los políticos cuando hablan de convertir a México en una potencia en el corto lapso de un sexenio? ¿Estarían dispuestos a llevar a este país a una disputa geopolítica con naciones que hoy adelantan en mucho a la nuestra? Decir que México puede convertirse rápidamente en potencia mundial es una ocurrencia retórica que tiene que ver más con la ignorancia que con el optimismo. Igual que ganar la Copa del Mundo.

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