La Fuga (Fondo de Cultura Económica, 2007), última novela publicada por Carlos Montemayor, es protagonizada por dos hombres que han sido recluidos injustamente en las Islas Marías y deciden fugarse: el primero, conocido entre los reos con el apodo de Mono Blanco, es un hombre que "no tiene letras, pero está muy paseado y sabe mucho de mares". Aunque nunca sabemos de bien a bien por qué ha caído en cana, hay razones para sospechar que se dedicaba al contrabando por vía marítima. El otro protagonista es Ramón Mendoza, guerrillero sobreviviente al asalto al cuartel Madera. Se trata de un hombre valiente y mesurado que se gana el respeto de los demás reclusos, quienes le apodan "gatillero".
La novela, entonces, es una continuación de Las Armas del Alba, novela que reconstruye en clave literaria los hechos ocurridos el 23 de septiembre de 1965, en Ciudad Madera, Chihuahua, donde un puñado de guerrilleros atacó el cuartel militar.
Si Mono Blanco y Ramón arman un equipo capaz de fugarse de las Islas Marías es porque son distintos, y además, complementarios: Mono Blanco es un marino experto que se siente a sus anchas en el agua, que a flote en una embarcación se mantiene sereno. Ramón, a su vez, es un habitante de la sierra, un ser de tierra que sabe orientarse en los caminos sin perder la paciencia.
Relato lineal que narra sobre el hombro de un puñado de personajes, La Fuga hace honor a su nombre, pues es justamente eso: una fuga, un flujo continuo de acciones que se suceden si permitir flashbacks ni adelantos, ni siquiera recuerdos o evocaciones por parte de los protagonistas. Con 162 páginas, el libro contiene una enseñanza: para fugarse hay que tener paciencia, calcular los movimientos. Así lo hacen Ramón y Mono Blanco: aguardan en el mar, inmóviles bajo una manta azul, agazapados ante el acoso de las avionetas que los buscan. Aguardan también en tierra, con el agua hasta el cuello, para no espantar a los patos que habilitan su lenta pero continua escapatoria. Eso resulta una estupenda metáfora sobre el arte de narrar: debe hacerse sin prisa, con constancia y control, con plena consciencia de a dónde se quiere llegar.
Pródigo en detalles, consignando nombres de ríos, pueblos y regiones, retratando los giros regionales en el habla, la novela de Carlos Montemayor acusa además un laborioso trabajo de investigación y documentación. Hay mucho trabajo de campo. Abundan los pasajes crudos, brutales como cuando un joven es mordido por una nauyaca y sin pensarlo se amputa la mano de un machetazo: preferible perder la mano que perder la vida.
En contrapunto con ese torrente narrativo pródigo en acciones y lleno de aventuras, que evoca de alguna manera al Edmundo Dantés de El Conde de Montecristo, la novela de Don Carlos incluye otra línea que consigna voces más reposadas, cuajadas de reflexiones. Son las voces de los protagonistas que intentan reconstruir, pasado cierto tiempo, la frenética huida. En consonancia con esas reflexiones está la idea de que muy pocas personas deciden hacerse caso de su realidad: la inmensa mayoría, cavila uno de los personajes, navega en automático. Para esos pocos que deciden escapar y fugarse de un orden de cosas impuesto por inercias e intereses ajenos, resulta imposible hallar reposo una vez iniciado el escape. A Ramón y al Mono les ha tocado vivir esto de primera mano porque son personajes al margen de la ley, y lo primero que aprenden es que en esa nueva situación no se puede andar confiando en todo el mundo: "no debo abrir la boca tanto, aunque sea con gente que está pasando por el mismo horror que uno. A veces son débiles de más", dice Mendoza en la página 20. Alguien lo ha denunciado, apenas llegado a las islas, porque ha dicho de pasada que quiere fugarse. La oscura moraleja es que en el penal hasta las piedras oyen.
