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Lo que le espera a AMLO

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ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

El escenario que le espera a Andrés Manuel López Obrador como presidente de la República es complicado, incluso más que el que recibieron Felipe Calderón Hinojosa y Enrique Peña Nieto hace doce y seis años, respectivamente. Lo primero que sobresale es el agotamiento del sistema mexicano de partidos. Un PRI, otrora partido hegemónico basado en fuertes corporaciones, que hoy yace desdibujado ideológicamente y desgastado en su estructura por los escándalos de corrupción y la encarnizada lucha de poder que obligaron a abanderar a un candidato sin arraigo ni simpatías. Un PAN, el de la oposición de la derecha por antonomasia, sumido en la crisis interna más profunda de su historia por la obstinación de su dirigente de convertirse en candidato a toda costa, incluso aliándose con partidos de tradición e idearios completamente diferentes. Y un Morena, el instituto más joven de la contienda, que no es un partido en sí, sino más bien un movimiento político heterogéneo en donde casi todo parece tener cabida, y que permanece unido sólo por la figura de su líder, hoy virtual presidente electo, que manda y decide. Las primeras preguntas que surgen son ¿qué sigue después de este agotamiento del sistema partidista? ¿Con qué se van a llenar los vacíos que deja? ¿Con más democracia? ¿De quién, de dónde? O ¿con el regreso de la autocracia y la instauración formal del populismo del que se han valido todos los partidos?

La expulsión de la ética política de la lucha por el poder ha dejado un saldo bastante negativo. En el reino del "todo se vale", en el que el más vulgar de los fines justifica los medios más perversos, los actores políticos han hecho de la guerra sucia y la campaña negra la figura central de su modus operandi. Noticias falaces, uso faccioso de las instituciones, propaganda basura, mentiras, tergiversación de hechos, financiamiento público de campañas de linchamiento, denuncias sin sustento y/o seguimiento, insultos, agresiones, amenazas... Prácticamente se ha vuelto inconcebible una campaña electoral sin algunas o todas estas tácticas ruines. Al final, lo que queda es la polarización social: ciudadanos comunes, amigos, familiares, enfrentados por defender cada quien a su candidato y denostar al contrario bajo los argumentos torcidos que les proporcionan los partidos y equipos de los aspirantes. El objetivo de quien juega con estas artimañas es ganar ensuciando al contrario y en caso de no conseguirlo, sembrar la mayor cantidad de desconfianza posible en el triunfador. ¿Cómo se gobierna un país cuya población ha sido bombardeada de mensajes de odio, intolerancia e inquina? ¿Cómo fortalecer una democracia desde la plataforma del recelo y resentimiento, de la falta de confianza en las instituciones y en las personas que piensan distinto?

Es en ese contexto en el que ha crecido la violencia que se ha vuelto endémica en este país. Cada año con más homicidios que el anterior. Los muertos se cuentan ya por cientos de miles. Los desaparecidos, por decenas de miles. Una realidad atroz que se ha normalizado porque la impunidad es la regla y no la excepción. Y lo mismo golpea a ciudadanos comunes que a empresarios, curas, activistas, periodistas y políticos. Algo huele a podrido en México cuando en una región se alegran de que en vez de cien homicidios en un mes "ya sólo" sean 20, y que muy pocos se pregunten si fueron esclarecidos o no. La retórica oficial de "buenos contra malos" o de "malos contra malos" se ha convertido en la mejor coartada para ocultar la raíz de un problema mucho más complejo que la simple identificación de cárteles o grupos del hampa. Porque en ese discurso la infiltración y complicidad son siempre "hechos aislados". Y cuando las fuerzas civiles municipales, estatales o federales no pueden, hay que llamar a las fuerzas castrenses y militarizar el país. Y no sólo eso, comenzar a centralizar nuevamente las tareas policiales y formalizar que el Ejército o la Marina tomen el control de un territorio de manera indefinida. ¿Es ésta la única vía posible? ¿Es éste el escenario deseable dentro de un estado que aspira a ser democrático, regido por autoridades civiles? O ¿será que asistimos a la cancelación gradual de la ruta de la democracia en la que la mayoría termine cediendo libertades a cambio de más seguridad?

Y en medio de todo esto está la corrupción, tan diagnosticada, tan evidente, tan diseminada, blanco de la oratoria más elocuente y encendida practicada por los candidatos de partidos con largos expedientes en esa materia, y usada a conveniencia para señalar con dedo de juez apocalíptico quién debe ir a la cárcel en juicios sumarísimos o, al contrario, quién sí merece el beneficio de la duda. Ni rastro del aparato legal y el estado de derecho, ese que los mismos actores políticos han evadido perfeccionar y del cual han socavado la credibilidad y alimentado la desconfianza con su uso faccioso cuando son gobierno, o denuesto permanente cuando son oposición. Para qué buscar soluciones a la inoperancia del sistema de justicia si es más fácil abusar de sus imperfecciones para arremeter contra enemigos o exhibir la incompetencia o perversidad del rival. Y a la hora de hablar del tema, nuevamente la falacia del reparto, ese sí democrático, de culpas, en el que todos son igualmente responsables de la corrupción, como si todos los ciudadanos hubieran participado en el desfalco de una entidad a través de la opaca contratación de deuda y el despilfarro en programas clientelares o pago de favores, o en la entrega de una residencia a un político en condiciones preferenciales por parte de un posible contratista. Mientras todos asumen la culpa colectiva, surge otro escándalo de faltante de recursos, obras no justificadas, desvío de dinero, etc. Frente al grave problema, la "propuesta" que más se escucha es la del voluntarismo retórico, como si fuera suficiente decir que ya no habrá más corrupción para que ésta desaparezca por decreto. ¿Es cierto que México está condenado a la corrupción por ser un problema cultural? ¿El que lo sea, entonces, justifica cualquier conducta desde el poder? Corrompe o sé corrompido, al cabo es parte de nuestra cultura.

Otro de los lastres de este país es la desigualdad, pero no sólo la desigualdad económica, la cual existe en cualquier nación del mundo. El problema central es la desigualdad de oportunidades. En México quienes logran superar su condición de pobreza son la excepción que confirma la regla. Y no es un asunto de recursos públicos, que los hay, miles de millones de pesos cada año, sino más bien de una condición sistémica vertical. Quien es pobre, tiene que desarrollar capacidades extraordinarias para dejar de serlo, mientras que quien viene de una familia pudiente o medianamente acomodada, parte de un piso mucho más alto para emprender su carrera en el mejoramiento material; y las puertas se le abren más fácilmente. La corrupción, las palancas, el compadrazgo también abonan. Puede resultar chocante reconocerlo, pero este hecho forma parte de la realidad cotidiana del país. No se trata de sospechar de todos los que tienen su vida holgadamente resuelta en términos económicos. Pero los escasos resultados que se han tenido en romper los ciclos de la pobreza a pesar de los ingentes recursos disponibles -de todo tipo-, apuntan a creer que hay quienes no quieren que este statu quo se modifique. ¿Por qué? ¿Hasta cuándo seguirá siendo México ejemplo de las mayores opulencias personales en medio de las miserias más frustrantes? ¿Quién decide que esto cambie o no? ¿El presidente? ¿Los legisladores? ¿Los grandes empresarios?

Encima de lidiar con descomposición política, polarización social, violencia, corrupción y desigualdad, el próximo presidente de la República tendrá que hacer frente a un mundo con Donald Trump como vecino. Insultante, desafiante, humillante, provocador. Nunca ha sido fácil construir una relación cordial con la primera potencia, pero hoy es más difícil que nunca. Migración, seguridad y comercio, los tres temas que más importan a México, se han convertido en caprichos estratégicos del mandatario estadounidense que parece sólo escuchar la voz de sus adeptos más conservadores y sus aliados más extremos. ¿Se puede establecer un nuevo tipo de relación con los Estados Unidos con Trump al frente de la Casa Blanca y desde la posición de debilidad en la que se encuentra México? ¿Hacia dónde puede mirar este país para llenar el vacío que está dejando el repliegue de la Norteamérica xenófoba, proteccionista y unilateral? ¿Son China y Europa las alternativas? ¿Qué estará dispuesto a ofrecerles el futuro presidente a estas potencias?

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