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¡Ay no, qué flojera!

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¡Ay no, qué flojera!

¡Ay no, qué flojera!

Marcela Pámanes

La pereza es un pecado capital porque induce a cometer otras faltas. Más que hablar desde el ámbito religioso, me pronuncio desde nuestra humanidad.

¡Ay no, qué flojera!, es la respuesta, no poco frecuente, que se recibe cuando se invita a alguien a hacer, investigar, pensar, salirse de una zona de confort. ¿Te suena familiar la frase, querido lector?

La flojera es uno de los grandes males de la naturaleza humana. No distingue razas, credos, condiciones sociales. Flojera significa falta de fuerza física y moral. Creo entender que también es una actitud, una falta de disciplina, una indolencia y tal vez el síntoma de una depresión galopante que mina el espíritu.

Tenemos muy mal conceptualizada a una persona etiquetada como floja. Hay una serie de inferencias. El individuo flojo es sucio, descuidado, no pone atención, no progresa, se estanca. Tenemos frases contundentes para los de su tipo: “Los perezosos siempre hablan de lo que piensan hacer, de lo que harán; los que de veras hacen algo no tienen tiempo de hablar ni de lo que hacen” o “El hambre es la compañera inseparable del perezoso” de Hesíodo, o como “La pereza no es más que el hábito de descansar antes de estar cansado”, de Jules Renard.

Cuando se es joven muchas cosas dan pereza, estudiar todos los días, limpiar la habitación, lavar los platos, bolear los zapatos, tener orden en los cajones. Pareciera que los chavos sólo tienen tiempo para la diversión y los amigos, he de advertir que estoy generalizando indebidamente, pero disculpo mi error, lo he cometido en aras de entender que hay entre ellos quienes tienen a alguien más que les resuelva el quehacer. En la inconsciencia, los adultos que los acompañamos somos proclives a ordenar las cosas por ellos, con ello generamos más pereza.

Pienso en ese otro universo de jóvenes que saben bien que lo que ellos no hagan para sí mismos nadie más lo hará. Se levantan temprano porque hay que trabajar para sostenerse; llegan a lavar la camisa o la blusa porque es la única que tienen; la dinámica es muy distinta. Lejos de entender la pobreza desde la flojera, debemos entenderla desde la falta de hábitos y de disciplina que ayuden a templar las fortalezas emocionales que permitan a su vez remontar la vulnerabilidad.

Cada vez que oigo el ¡ay no, que flojera! pienso que no se valora la vida, las habilidades, las capacidades, las oportunidades; se cree que el mañana está comprado y que habrá siempre ocasión para hacer lo que dejamos de hacer hoy. Un temor similar me produce la pereza mental, las ganas de no pensar, de no informarnos, de no tener más elementos de juicio para validar nuestro criterio.

La pereza mental nos conduce de la mano por el camino de la apatía, la rutina, la desmotivación y esto, a su vez, provoca el conformismo, el dejar hacer y dejar pasar; también suscita que seamos proclives a que alguien más piense y decida por nosotros.

Los tiempos actuales nos exigen estar activos, trabajar en nuestra persona en los diferentes planos de la existencia, el físico, el espiritual, el mental, para así tener oportunidad de entender nuestra misión en la vida.

¿Qué podemos hacer para vencer la flojera? Fórmulas hay muchas: ejercitarse, asumir retos, leer, resolver pendientes cuya solución postergamos, aprender todos los días algo nuevo como el significado de una palabra que desconocíamos, tener un pensamiento positivo, estimular nuestra creatividad, afianzar la esperanza como valor primordial para vivir con la confianza de que en nosotros están las preguntas y las respuestas, los problemas y las soluciones.

La pereza es un pecado capital porque induce a cometer otras faltas. Más que hablar desde el ámbito religioso, me pronuncio desde nuestra humanidad. Si soy flojo, es más probable que mienta, que no sea honrado, que no valore el esfuerzo de los demás, que envidie lo que otros tienen.

Seamos una experiencia viviente de amor a la vida, demos testimonio de querer estar siempre en la mejor disposición de hacer, de aprender, de seguir completándonos como seres humanos.

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