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El fausto de Mitre

En la cumbre más alba también hay sombras

Foto:Warner Bros

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REDACCIÓN S. N.

Los exteriores son amplios, albos y sonrientes; los interiores destacan por sus límites, la falta de profundidad, los gestos desgraciados. Mitre retrata un contraste: las autoridades, llenas de confianza en su papel público, se vuelven seres falibles en sus habitaciones, allí donde no son sino ellos mismos.

El presidente Hernán Blanco (Ricardo Darín) es un político sencillo, trabajador, con visos de honestidad. Por alguna razón, se convirtió en presidente de Argentina.

No las tiene todas consigo, su provinciano origen le convierte en blanco de un sector de la prensa nacional. Los críticos perciben en él a un gobernante “siempre poco eficaz” o le llaman “el hombre invisible”. Otra forma de ponerlo es que el individuo no está para grandes alturas, menos si tiene enfrente suyo una cumbre de petróleo y energía y todo mundo, incluso él, opina que su papel no irá más allá de poner buena cara, de amigos y aliados, a lo dictado por Brasil.

Para acentuar la poca estima hacia la figura presidencial de su nación, los periodistas comparan a Hernán con el emperador, el faraón, el presidente brasileño, Oliveira Prete (Leonardo Franco), ese portento llamado a liderar a las naciones del sur americano y conducirlas a un futuro mejor.

Esto comenzamos a saberlo a bordo del avión presidencial. Somos testigos de una discusión de alto nivel entre el presidente y sus colaboradores cercanos.

Ya en territorio chileno la cordialidad entre quienes llegan y quienes reciben es absoluta. Son las últimas muestras de deferencia reales.

El ritmo de la película en sus inicios es bueno, tanto que a veces se olvida que los personajes principales son políticos de gobiernos hermanados, en la realidad, por el ánimo corruptor de Odebrecht y, en la ficción, por el deseo de mantener a prudente distancia al policía del mundo.

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BLANCO VIENTO

El encuentro se desarrolla a más de 3 mil metros sobre el nivel del mar. En terreno escarpado, acentuar el juego de idas y venidas, de volteretas y contrasentidos, es sencillo, así lo hace parecer el cineasta argentino Santiago Mitre que nos lleva y nos trae por un ascenso lleno de curva. Tomas cenitales hacen que el trayecto consista en recorrer una “s” ligada a otra “s” y a otra y a otra.

Como la trama principal, enteramente política, no da para mucho suspenso, La cordillera agrega un relato secundario de corte familiar. El presidente Blanco manda traer a su hija Marina (Dolores Fonzi), que atraviesa un momento difícil, tanto que acabará por convertirse en una sombra fugada del lado oscuro de su padre.

Ya en las instalaciones de lujo de los anfitriones vemos el contraste entre el afuera, con su dimensión inabarcable, la luz, la transparencia, la exposición a las fuerzas más elementales, y el adentro, la penumbra de los interiores, las tinieblas de esa sede temporal de poderes ejecutivos. Los primeros cargos de las naciones deambulan rodeados de opacidad.

Los exteriores son amplios, albos y sonrientes; los interiores destacan por sus límites, la falta de profundidad, los gestos desgraciados. Mitre retrata un contraste: las autoridades, llenas de confianza en su papel público, se vuelven seres falibles en sus habitaciones, allí donde no son sino ellos mismos.

Desde luego, son escasos los momentos en los que pueden ser ellos mismos. Los medios, siempre los medios, poco ayudan. En este caso, un pequeño desvío en la trama principal va por cortesía de la señorita Klein (Elena Anaya), la periodista de la cumbre, con su plan de entrevistar a los presidentes comenzando con Oliveira Prete.

SUSPENSO

Los bandos quedan constituidos una vez que el presidente de México, Sebastián Sastre (Daniel Giménez Cacho) llega a enturbiar las aguas. Su primera aparición, minutos antes de que se tome la foto oficial de la cita, es un chiste. El mexicano agradece aplausos que no son para él.

Los presidentes, el fondo nevado, y Sastre que esta ahí para zurcir el trabajo sucio de sus vecinos al norte del río Bravo.

Hay varias secuencias que invitan a preguntarse por qué están ahí. Las de la entrevista con Klein, por ejemplo. Cierto, hay momentos de interés, como cuando el presidente argentino cita a Marx y la periodista parece caer presa del encanto del hombre común que cita a Marx, pero Blanco lo tiene claro, “el hombre común no cita a nadie”.

El suspenso, sin embargo, lo aporta la trama secundaria, la cuestión familiar, con Marina en posesión de un fuerte problema psicológico, tanto que se convierte al mutismo. Un médico llega para atenderla. El especialista receta un tratamiento hipnótico.

El resultado de la terapia ayuda a la hija a escapar de la cárcel del silencio. Sin embargo, su progreso tiene un efecto colateral indeseado. Las alarmas de Hernán se encienden: la paciente ha recordado una historia ocurrida cuando ella todavía no había nacido. Al papá político no le gusta que le mencionen aquello, una disputa con un vecino y compañero de trabajo, un hogar que ardió en llamas. El presidente decide cancelar las sesiones de espiritismo, que diga, de hipnosis, pero los recuerdos seguirán aflorando en la mente de Mariana para gran disgusto y preocupación de Blanco padre. De pronto, da la impresión de que tanto la salud mental de Marina como la carrera de Hernán están en juego.

Sastre, en traje de cabildero, quiere a Argentina. Giménez Cacho interpreta a un mandatario en el papel de mandadero de la primera potencia mundial. Sastre ladra mucho y si bien a veces se le ven ganas de morder, no lo hace, los vecinos del norte son quienes mueven los hilos.

Un momento en el que la historia peca de transparente es cuando Hernán Blanco relata su experiencia personal sobre por qué temerle al diablo, luego de esa confesión, el Ejecutivo argentino es convocado para una reunión top secret.

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BLANCA REALIDAD

El terreno, un recurso destacado de la lente de Mitre, ayuda a reforzar los contrasentidos de los protagonistas, su búsqueda de un

camino que sea más claro, animado y sencillo.

La trama secundaria aunque consigue darle un momento de tensión, se desvanece entre la justa política principal, una que apunta a descubrir, esto se vuelve evidente conforme los bloques van cayendo en su sitio, ¿quién es en realidad Hernán Blanco?, ¿un político honesto?, ¿un hipócrita?, ¿un padre ni tan bueno ni tan malo?, ¿un hombre invisible? La cordillera, en sus 114 minutos de duración, no tiene respuestas para todas las interrogantes.

Vale decir, en lenguaje del tenis, que el mandatario argentino juega desde el fondo de la cancha. Espera la oportunidad de subir a la red y anotarse la victoria en el primer punto para partido que aparezca.

El tercer largometraje de Mitre es entretenido y su estructura se asemeja a la de un episodio de serie televisiva. Al final uno juraría que aparecerá el avance del próximo episodio.

Ascender a la cumbre blanca de la política internacional, por el camino lleno de curvas que es el juego de poder entre Estados, es una tarea compleja y no exenta de pactos con el diablo.

Darín encarna a un presidente en las primeras etapas de su reinado, en busca de su estilo, sin la presión que abruma, por ejemplo, a Sastre, y sin la confianza cegadora que posee a Oliveira Prete.

Como para recordarnos que estamos ante una obra de ficción, la anecdótica Venezuela vota a favor de una iniciativa que favorece a los Estados Unidos. Las ansias norteamericanas por inmiscuirse en asuntos al sur del continente son lo que mejor cuaja en la cinta.

En la crítica hay quienes llaman a La cordillera un “elefante blanco”, es decir, un proyecto con actores de talla internacional y figuras en la producción, como el responsable de la música, Alberto Iglesias, que, de tan ambiciosa, se quedó lejos de la cumbre.

La obra de Mitre es, simultáneamente, una propuesta poco complaciente con el espectador promedio y un producto impecable desde el punto de vista técnico. La narrativa, empero, se le quedó corta, salvo cuando se trata de mostrar que el sol y el diablo salen para todos.

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