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Pequeñas especies

M.V.Z. FRANCISCO NÚÑEZ GONZÁLEZ

DE VETERINARIO A MÉDICO FAMILIAR Todo empezó hace treinta y cuatro años, extrañamente coincidieron las fechas cuando llevé a mi recién esposa a disfrutar nuestro viaje de bodas a un congreso nacional veterinario a la ciudad de Puebla. Recuerdo que en el baile de gala de apertura del congreso al dar la bienvenida los organizadores del evento, felicitaron en especial a un veterinario ejemplo de dedicación, que había preferido las mieles del saber a las mieles del placer de los recién casados, incluso hasta sentí compasión por la persona de quien hacían mención. Jamás imaginé que nombrarían a un servidor. En realidad veníamos de Acapulco de haber disfrutado de unas “merecidas vacaciones” y aproveché el regreso para asistir al congreso a Puebla. Los cambios de temperatura le habían provocado algunos problemas respiratorios a mi esposa, y empezó a consumir medicamento para las molestias del resfriado, recuerdo que me encontraba semidormido y me decía, “Tengo comezón en las manos”. Le contestaba entre sueños, “vas a recibir dinero”, me insistía. “Siento los párpados hinchados”. Le decía “es por el sueño”, y cuando me dijo. ¡No puedo respirar! se me fue el sueño por arte de magia y me levanté de un salto de la cama, pensé sin decirle nada. ¡Shock anafiláctico! Le había provocado una reacción alérgica el medicamento para el resfriado y necesitaba de urgencia un antihistamínico, así que hablé a la recepción del hotel y pregunté por una farmacia, pasaba de la media noche, afortunadamente había una cerca del hotel y me hicieron el favor de traerme el medicamento que les indiqué, y a los diez minutos le aplicaba a mi esposa la primera inyección recetada por un veterinario. Desde esa fecha me atreví a usurpar las funciones de la medicina humana con todo el respeto que me merece esa profesión, aclarando que lo hice sólo en emergencias, con mi familia y claro está, sin cobrar un solo centavo. Luego continuaron mis hijos con quien seguí “practicando”, la mayor de mis hijas Carolina la llevábamos al pediatra cada mes desde recién nacida por cualquier anomalía que encontrábamos en su salud, hasta que llegó la segunda de mis hijas Alejandra, ella ya no fue tan afortunada se hicieron más esporádicas las visitas al doctor, empecé administrar medicamentos que ya conocía, después vino Paco, solamente veía al médico cuando necesitaba de alguna sutura en la cabeza, era extremadamente inquieto, a sus cuatro años ya era un paciente muy popular en las emergencias del hospital, por último vino Sofía, la más pequeña, casi no conoció los pediatras, era ya tal mi experiencia que con ella hasta me atreví a extraerle un vidrio de la planta del pie aplicando anestesia local y suturar la herida. Andábamos de vacaciones en Mazatlán, mis hijos aun estaban pequeños y Paco presentó en la madrugada un dolor intenso abdominal, afortunadamente siempre llevo un botiquín y le inyecté analgésicos y antiespasmódicos, pasaron unos minutos y no mostró mejoría, lo llevé al hospital temiendo de una apendicitis, al descartar lo que yo temía, le iban a inyectar los médicos y les recordé lo que le había aplicado y se contuvieron pues era lo mismo que había administrado, después de unos minutos desapareció la molestia, resultó un simple dolor estomacal. También en Mazatlán después de comer un suculento pescado frito, Sofía se quejaba de que tenía algo atorado en la garganta, le dije que una espina era algo muy delicado e inaguantable, se quedó callada pero no dejaba de llevarse las manos al cuello y en el camino continuó quejándose y le decía que era sólo una sensación, al llegar al hotel seguía insistiendo en su molestia, hasta que la revisé cuidadosamente con una lámpara y efectivamente tenía una espina de pescado atravesando la campanilla, afortunadamente llevaba unas pinzas hemostáticas y extraje inmediatamente la espina. Con mis hijos me convertí experto en inyectar, estando pequeñines cuando enfermaban y durante el invierno al no querer exponerlos al frío intenso al sacarlos de casa sobre todo en la noche, me decidí a inyectarles, una hermana médico cirujano me dio una amplia explicación de cómo hacerlo, pero notaba que el pánico de ellos era ver la jeringa, era tal el llanto de mis hijos que me ponía nervioso, así que se me ocurrió la técnica que utilizaba al inyectar equinos que son más sensibles que nosotros en lo que respecta a la piel, antes de inyectar un caballo le daba ligeras palmadas en la tabla del cuello, después pellizcaba esa zona para que se insensibilizara momentáneamente, aplicaba alcohol y luego sin que me observara introducía la enorme aguja con un movimiento firme y rápido que no se enteraba el animal de quinientos kilogramos que lo había “picado”. Lo mismo hice con mis hijos, y en la mayoría de las ocasiones ya había aplicado la inyección cuando todavía ellos esperaban el pinchazo de la aguja, les decía, ¡ya te inyecté hijo! y sonreían en vez de llorar. Así que me gané la fama de tener “buena mano” y cuando alguien de la familia requería de una inyección, preferían que yo lo hiciera en lugar de mi hermana o mi padre que eran médicos, pues se quejaban de ser muy dolorosas sus inyecciones. En otra ocasión estaba por cerrar la clínica en la noche era fin de semana, cuando llegó mi hermano para que le facilitara el número de teléfono de nuestra hermana oftalmóloga que radica fuera de la ciudad, me explicó que su esposa tenía una molestia en el ojo y quería alguna recomendación mientras localizaba al oculista, después de unos minutos entró mi cuñada al consultorio y le vi el ojo muy irritado con una conjuntivitis severa, al explicarme los síntomas, me pareció que todo era ocasionado por un cuerpo extraño, pregunté que si la podía revisar, al unísono respondieron afirmativamente, encendí la lámpara de “Burton” que utilizaba mi padre como oftalmólogo, al igual que unos lentes especiales para magnificar las imágenes, después de unos minutos de observar el ojo y el interior de los párpados no encontré absolutamente nada, fue cuando les dije, necesito retraer el párpado, ¿están de acuerdo? accedieron, le di la vuelta al párpado superior como quien dobla la manga de una camisa y gracias a la gran intensidad de la luz de la lámpara y a los lentes, alcancé a distinguir un pequeñísimo punto brillar, dije muy contento, ¡te encontré! De no ser por el equipo resultaría imposible haber distinguido dicho cuerpo, con una lanceta extremadamente fina y puntiaguda y claro desinfectada, retiré la esquirla metálica que medía como la quinta parte de un milímetro. Inmediatamente desapareció el dolor del ojo, más no la molestia total por la lesión causada por la esquirla. Le apliqué algunas gotas oftálmicas “para humanos” y le dije que visitara a su oftalmólogo. Al despedirse muy agradecidos, les dije, tengo una duda, se detuvieron en la puerta muy extrañados y quedaron los dos a la expectativa. ¿Qué datos voy a escribir en el libro de consultas?, dije muy serio, no entendemos contestaron intrigados, si les dije esbozando una sonrisa, que voy a poner en el renglón donde dice... ¿Raza del paciente? [email protected]

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