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Venezuela: la farsa democrática

LUIS HERRERA-LASSO

¿Qué sucede cuando de una democracia no queda sino el cascarón? El gobierno venezolano ha despojado a sus instituciones de cualquier contenido democrático. Cualquier atisbo de autonomía o independencia de las instituciones políticas encuentra un muro de contención acompañado de cooptación. Así ha sucedido con la Asamblea Nacional, legítimamente electa en 2015, ignorada por el actual gobierno. Con el Consejo Electoral y con el Tribunal Electoral, ahora instancias sumisas al Ejecutivo, y con los miembros del Poder Judicial; cualquier resolución en contra del gobierno pone en riesgo su sobrevivencia política y laboral.

La farsa democrática se extiende al proceso electoral. Durante 2017 el gobierno de Maduro, a través de sus instituciones electorales (cooptadas), invalidó el referéndum ciudadano que hubiese obligado a la convocatoria de nuevas elecciones. Una vez superado el obstáculo, convoca a nuevas elecciones en abril de 2018. Con la mala noticia de que la oposición decide no participar. Eso no ayuda a la farsa democrática. A efectos de subsanar el problema, las elecciones se difieren al 20 mayo para dar tiempo a Henri Falcón, ex gobernador del estado de Lara, a preparar su campaña. Un contendiente es suficiente para legitimar la reelección. La decisión de Falcón ha sido ampliamente criticada por el MUD. No cuenta con adeptos.

Más grave aún, el principal soporte de la farsa democrática ha sido el ejército, cuyos mandos han apoyado en todo momento al gobierno. De ello dependen sus prebendas y privilegios y su participación en jugosos negocios. Además de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana, en 2009 se crearon, con asesoría cubana, el Servicio Bolivariano de Inteligencia (SEBIN) y la Dirección General de Contrainteligencia Militar (DGCIM). El 28 de febrero, mediante decreto presidencial, se ordenó la degradación y expulsión de 24 oficiales "por haber intentado por medios violentos cambiar la forma republicana de la nación". Es el propio ejecutivo el que aplica las leyes y tiene facultades para decidir quién es traidor y actuar en consecuencia.

Las implicaciones más graves de la implosión democrática se viven en la economía. Desde tiempos de Chávez se adoptó el patrón de la lealtad sobre la eficiencia al momento de designar a los responsables de las empresas del Estado. Así desmoronaron Petroven, dando al traste con la producción petrolera, la principal alcancía del Estado. Corpoelec, la empresa eléctrica del Estado, está quebrada. En 2017 más de 17 mil trabajadores renunciaron y sólo en lo que va de 2018 se han registrado 116 averías graves en el suministro eléctrico de Caracas, dejando sin energía por días y semanas a distintas colonias y paralizando los servicios del Metro y del aeropuerto internacional. La ciudad se surte de agua de un embalse que se encuentra a 400 kilómetros de distancia y depende de bombas eléctricas para llegar a Caracas, sin energía eléctrica no hay agua. La versión gubernamental es que todos los males son producto del sabotaje. A todo esto se suma la peor crisis de inseguridad pública por la que ha pasado la capital.

La implosión democrática ha llevado paulatinamente a la descomposición de las instituciones políticas y económicas del Estado, al grave deterioro de la calidad de vida de los venezolanos, al desánimo y la desesperanza. La revolución bolivariana ha puesto al borde del precipicio a Venezuela. Cuando las instituciones democráticas no resisten a los malos gobernantes, casi todo está perdido. El único futuro posible es reconstruir a partir de las ruinas. En Venezuela ni siquiera el inicio de la reconstrucción se ve cerca. Prueba latente de que el precipicio sí existe.

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