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El revés de la trama

JUAN VILLORO

Hace unos ocho años descubrí en Manzanillo una pequeña librería de nombre peculiar: Cosac. Se trataba -lo supe después- de una palabra interrumpida. El dueño del local rendía tributo a sus lecturas juveniles, animadas por las caballerías de los cosacos. Desde entonces había soñado con ser librero junto al mar.

Regresé hace unos días al local que se divide en dos partes, la librería propiamente dicha y un cuarto de aire marino, con un timón sobre la mesa de trabajo, que sirve de consultorio. Psicoanalista de profesión, Agustín Aparicio es fiel a una de las certezas de Álvaro Mutis: los adoradores del océano vienen de tierra adentro. Nació en Guadalajara y completó sus estudios en la Ciudad de México. Durante dos años vivió en Río Nazas, en el departamento de su hermana Clara y su cuñado Juan Rulfo.

En el encuentro anterior habíamos hablado del velero al que tenía especial afecto. Le pregunté por esa barca y dijo que acababa de venderla. A los 84 años ya se retiró de las mareas, pero sigue activo como psicoanalista, en su consultorio de Guadalajara y en el de Manzanillo.

Le pregunté cuánto tiempo pasaba en la librería y señaló un letrero: "Abierto de 18 a 21 horas". Sin embargo, el mensaje sólo podía ser visto desde el interior del local: "Lo tengo volteado porque no cumplo los horarios", sonrió.

Manzanillo se ha "modernizado" a lo largo del bulevar Miguel de la Madrid con comercios que encienden logos de neón. Curiosamente, en esa misma avenida está el negocio "ocasional" de Aparicio, ajeno a otro interés que la buena lectura. Se trata, simultáneamente, de una librería austera y bien surtida: cada volumen resulta imprescindible, de Alberto Savinio a Philip Roth, pasando por Enrique Serna y Fabio Morábito. En un par de mesas, los libros descansan como un triunfo del gusto.

Ciertos lugares se cargan con facilidad de las pasiones de sus clientes. Durante décadas, en el centro de Manzanillo prosperó el Bar Social, donde se decidieron intrigas, romances y sueños que hicieron época. Ese espacio, que debería estar catalogado como parte del patrimonio cultural, cerró hace tiempo. Me sorprendió que, por contraste, la librería siguiera abierta. "Pero ya nadie compra libros", dijo Aparicio, revelando que su local no perdura por éxito, sino por obstinada resistencia.

Lo visité un miércoles y anunció que el jueves tendrían cine-club: "Vamos a ver Arroz amargo".

Regresé al día siguiente y encontré a otros siete espectadores, equipados con chocolates y palomitas. Sin mayor preámbulo, se apagaron las luces y pasamos a los años pobres de la posguerra italiana y a una trama de amor, muerte e injusticia entre las cultivadoras de arroz.

En su despliegue de sombras, gestos y coreografías, el cine neorrealista crea otra verosimilitud, más convincente que la que puede ser documentada; sus personajes no se parecen a la vida sino a los símbolos de la vida.

Contemplamos la saga en los arrozales italianos en el ambiente creado por el doctor Aparicio: libros magníficos, reproducciones de Escher y Kandinsky, el pequeño timón en el escritorio, signo de que el destino puede ser gobernado. En derredor, la vida proseguía con los golpes del oleaje y las rutinas del vecino cuartel de la Armada.

Terminada la función, hubo rápidas despedidas. Recogíamos los vasos de plástico cuando una mujer habló por teléfono detrás de la pantalla. Salió de ahí como si proviniera de otra película. Dijo que la acababan de secuestrar. No entendimos y explicó que sus parientes habían recibido una llamada, pidiendo rescate para liberarla. No pudieron dar con ella porque había apagado el celular mientras veíamos Arroz amargo. Se trataba de uno de los miles de secuestros virtuales que no por comunes dejan de ser posibles, pues la realidad los vuelve creíbles.

Del neorrealismo en una Italia desaparecida habíamos pasado a la irrealidad de estar en México, donde el gobierno festeja a la bandera izándola al revés.

Durante unas horas, el doctor Aparicio nos había dado refugio y, en cierta forma, también nos había dado terapia. Como los cosacos de sus lecturas juveniles, había demostrado que ciertos espacios persisten a contrapelo de la norma y que no todas las batallas se pierden.

Al menos no, mientras haya librerías.

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Escrito en: Juan Villoro

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