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La política de Hannah

Lecciones filosóficas de una mujer incómoda

Foto: Cortesía Archivo Privado de Hannah Arendt

Foto: Cortesía Archivo Privado de Hannah Arendt

IVÁN HERNÁNDEZ

Arendt se estableció en Nueva York en 1941, tras la ocupación alemana de Francia. Luego de publicar Los orígenes del totalitarismo, en 1951, la filósofa judía se enfocó en el marxismo. Analizar el corpus de Marx la llevó a examinar, a lo largo y a lo ancho, la tradición occidental de pensamiento político.

La política, al menos en territorio mexicano, está siempre presente. Apenas se supera el trauma de una elección a gobernador marcada por la arrogancia fuera de la ley de los principales candidatos y ya está a las puertas otro ejercicio democrático, uno en el que, como corresponde a la madre de todas las batallas, “se definirá el futuro del país”.

Con motivo de esos comicios ya comenzaron (en realidad nunca se fueron) los debates entre los aspirantes o bien entre sus representantes. Sea cual sea el tema propuesto para la esgrima verbal (seguridad, pobreza, desarrollo económico, etcétera) cualquier posicionamiento sobre cualquiera de los tópicos es un rodeo más o menos corto hacia la esencia de la justa: acusar más al rival como método para demostrar, sin mayores consecuencias legales, “quién roba más”.

La exhibición de hace unas semanas en televisión abierta entre los dirigentes nacionales de las principales fuerzas partidistas, Yeidckol Polevnsky, de Morena, y Enrique Ochoa Reza, del PRI, es prueba de ello. Acusaciones, explicaciones y al final, las aves cruzan el pantano y no se manchan. No es raro que estos encuentros concluyan con una foto grupal en la que polemistas y moderador posan con su mejor sonrisa.

Antecedente más jocoso, mucho más punitivo y, de alguna manera, más cordial, fue un choque en el mismo espacio televisivo entre Ricardo Monreal, entonces jefe de la delegación Cuauhtémoc de la Ciudad de México, y Raúl Flores García, presidente del PRD capitalino.

Entre acusación y réplica para desmentir y acusar a su vez, hubo un momento, disponible en Youtube a los 14 minutos y medio del video completo, en el que Monreal tachó de mentiroso a Flores García y resumió, no sin acierto: “El problema es que estamos hablando de manera hipócrita y mentirosa”.

Para alejarnos de esa realidad, una buena alternativa es atender a los discursos de Hannah Arendt (Hannover, Alemania, 1906 – Nueva York, 1975), discípula de Martin Heidegger y Edmund Husserl, quien se hizo célebre (prestigio ya tenía), para bien y para mal, por sacar a la luz en una de sus obras más conocidas, Eichmann en Jerusalén, la terrible normalidad de los “monstruos”.

Contra la epidemia de promesas de los políticos, aquí le recomendamos una vacuna que lleva por título La promesa de la política.

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JUICIOS

Arendt se estableció en Nueva York en 1941, tras la ocupación alemana de Francia. Luego de publicar Los orígenes del totalitarismo, en 1951, la filósofa judía se enfocó en el marxismo. Analizar el corpus de Marx la llevó a examinar, a lo largo y a lo ancho, la tradición occidental de pensamiento político.

La promesa de la política es un fruto de diseño. Hay quien percibe a este volumen como una colección de ensayos publicados en 2005 y traducidos al español hace una década. Otros, no tan sucintos, exponen que en esta publicación se reúnen las revisiones de Arendt al legado clásico de varios autores, un conjunto de textos que debían servir para la confección de una obra que no fue escrita, materiales, objeto de rescate, utilizados en charlas y conferencias o contenidos en el diario de la autora.

Para conocer la “promesa” en cuestión hay que ir hacia los orígenes de la política. De ese modo la charla transcrita nos traslada a la Antigua Grecia, punto de partida del pensamiento político occidental, y nos hace testigos de una tragedia bastante conocida: la muerte de Sócrates.

La forma de “narrar” este acontecimiento, desde el punto de vista de las consecuencias, se gana al lector. El maestro es injustamente condenado, el más sabio de los hombres no ha podido convencer a sus jueces porque su verdad se diluye como una voz más entre las voces de quienes decidirán su suerte.

En ese contexto, su discípulo, Platón, desilusionado profundamente por un sistema en el que todas las opiniones tienen igual valor y pueden acarrear consecuencias injustas, diseña “su tiranía de la verdad, en la cual no es aquello que resulta bueno temporalmente y de lo cual puede persuadirse a los hombres lo que debe regir la ciudad, sino la verdad eterna, con respecto a la cual los hombres no pueden ser persuadidos”.

En esa tragedia se sitúa el origen de un problema con una repercusión que llega hasta nuestros días, “El conflicto entre la filosofía y la política, entre el filósofo y la polis”, el cual estalló, expone la autora, “no porque Sócrates hubiese deseado desempeñar un papel político, sino porque quiso convertir la filosofía en algo relevante para la polis”.

El más sabio de los hombres, el que era consciente de que los hombres no pueden ser sabios, obedeció sin chistar la ley que lo condenó (no hacía diferencia si era errónea) porque se sentía responsable de la ciudad. En este punto, Hannah nos relata que Aristóteles también corrió el peligro de sentarse en el banquillo de los acusados y, a diferencia de Sócrates, huyó. Para explicar tal acción la judía alemana señala que “Se le atribuye la afirmacion de que los atenienses no pecarían dos veces contra la filosofía”.

Ya que andamos por griegos testimonios, hay que referir el atractivo acercamiento que la nacida en Hannover hace a otro evento mayúsculo de la humanidad: la Guerra de Troya.

En este punto el discurso destaca la postura de Homero, compartida por Heródoto, de celebrar las grandes proezas de los héroes sin hacer distinciones entre los propios y los ajenos. El poeta de La Ilíada, siguiendo a Hannah Arendt, canta la ira del pélida Aquiles, sí, pero también la templanza de Héctor priámida. Si bien los combatientes no son sino peones de una batalla en la que las divinidades ya han decidido de antemano el triunfo de los aqueos y la derrota de Ilión, ni aquel hace más grande a Aquiles ni ésta hace menos a Héctor, del mismo modo que la causa griega no es “más legítima que la defensa de Troya”.

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Hannah Arendt en la Universidad Wesleyan,1963.Foto: Archivos Wesleyan

PÁRRAFOS

Es un libro de filosofía, con mucha historia (pero no entendida como fechas y datos sino como hombres que hacen y mueren y no son olvidados) y sus párrafos guardan varias sorpresas agradables.

La política, define Arendt, es ese espacio público en el que los seres humanos se relacionan, el mundo que sólo existe entre y no en nosotros.

La política no posee un fin; sería, y en algunas ocasiones lo ha sido, un intento por dar con el modo de vivir juntos, de tender puentes, colaborar. La autora saca a relucir un par de sus conceptos favoritos, el de la pluralidad como condición de la política y el del prestigio, hoy en desuso, de la acción como acto de construcción del mundo.

Como hablar de política también es hablar de libertad, quien fuera alumna de Heidegger nos recuerda que a lo largo de más de dos milenios de historia humana, se ha demostrado que ese binomio entraña una complejidad en apariencia inagotable y siempre dispuesta a innovar.

Por ejemplo, ya desde los griegos antiguos, la libertad poseía un doble sentido: eran libres quienes poseían esclavos, es decir, quienes estaban libres de la forma de dominación existente, pero, también significaba tener resueltas las condiciones que impone el mero acto de vivir.

En La promesa... se analiza a los filósofos que bebieron de Platón al construir sus teorías políticas a expensas de las experiencias en el espacio entre los hombres, al que también puede denominarse como 'mundo de los hombres'.

En la trama hay momentos importantes e impactantes como el arribo a la experiencia griega prepolis, esa en la que 'gobierno' y 'comienzo' eran los dos significados de un mismo concepto, uno que no llegaba a buen puerto sin la ayuda de un grupo de seguidores.

Las experiencias romanas, la fundación como acto incomparable y su inclinación a las alianzas con imprevistos e imperiales resultados es otra estación en la que conviene hacer un alto, detenerse a contemplar el paisaje.

Otro momento emocionante es el abordaje a la cristiandad. Arendt considera que el aporte político más radical y sumamente menospreciado de Jesús, es el perdón. Es un aporte valioso, considera la autora, porque consigue cerrar la historia de provocaciones, dolores, rencillas y comenzar de nuevo.

Al hablar de los romanos, la historiadora recuerda que para ellos la filosofía era una inútil y eso los llevó a pagar un alto precio: “El resultado final fue la victoria indiscutible de la filosofía griega y la pérdida de la experiencia romana para el pensamiento político occidental. Cicerón, debido a que no era filósofo, fue incapaz de poner contra las cuerdas a la filosofía”.

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Hiroshima, tres meses después de la caída de la bomba atómica. Foto: Hiroshima Peace Memorial Museum/AFP/Getty Images

PERLAS

Después de Platón,grandes pensadores se han dado a la tarea de proporcionar marcos legales que den respuesta a todos los entresijos de los asuntos humanos. De ahí que Arentd dedique parte de su estudio al análisis de la figura del legislador, cuestión indispensable dado que uno de los primeros filósofos a los que recurre es Montesquieu, autor de El espíritu de las leyes, quien introduce tres principios para la acción: en la república, la virtud; en la monarquía, el honor; y en la tiranía, el miedo.

Todos los saltos de época contenidos en la obra, no hacen sino acentuar la idea de que se ha perdido una idea griega esencial para la convivencia humana, un tipo de diálogo que no precisa de una conclusión para ser significativo.

La obra causa más de un sobresalto, unas veces, gracias al calibre de la reflexión, y en otras, por la calidad con la que hilvana las palabras.

Por ejemplo, al hablar sobre como los actos de los hombres parecen contribuir invariable e inconscientemente a planes ajenos: “Todos nosotros sabemos que somos al mismo tiempo el actor y la víctima en esta cadena de consecuencias que los antiguos llamaban <>, los cristianos <> y que nosotros los modernos hemos degradado arrogantemente a mero azar”.

La esperanza también está presente en el volumen y es posible hallarla, aunque no quede claro la primera vez que nos topamos con la idea, en una frase de San Agustín: “Para que hubiese un comienzo fue creado el hombre, antes del cual no había nadie”. Dicha frase, aprecia la judía alemana, vincularía la acción, la capacidad para comenzar, porque cada ser humano es un nuevo comienzo.

También es menester comentar que en el discurso de quien legó títulos como La condición humana no sólo son citados pensadores como Alexis de Tocqueville o Thomas Hobbes, también hay lugar para Virgilio, Goethe y Shakespeare.

Sus aproximaciones a la construcción del prejuicio y la naturaleza del milagro son otras partes del texto que ameritan avanzar poco a poco, pendientes de las cosas que se mueven tras la mirada.

La intención didáctica del texto es otro elemento que hace de este un producto asequible. Al presentarnos un concepto de cierta complejidad, la teórica política brinda una primera explicación, impecable si nos apegamos al uso de tecnicismos. Luego, regresa con otra explicación, una más asequible y, enseguida agrega una más, en la que se agrega un ejemplo para facilitar aún más las cosas.

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Fotograma Hannah Arendt, 2012 Foto: Filmcoopi

MAYÉUTICA

Con ese modo de obrar, Arendt muestra una faceta socrática, la de ayudar al lector a formarse una opinión o bien poner en duda la que se tiene sobre los asuntos tratados.

También hace más agradable el tránsito por el camino de empeoramiento adoptado por la humanidad, uno en el que, tras la fractura de la tradición, plantearse el sentido de la política implica descubrir en un horizonte cercano, un avión cargado con un arma de destrucción masiva.

La incursión de la alumna de Heidegger en los terrenos de las guerras de aniquilación es capaz de transmitirnos el miedo de una época a un invento que estaba destinado a destruir a Hitler, pero al final se arrojó sobre Japón.

En 1961, Adolf Eichmann, el encargado de la Solución Final (la aniquilación de los judíos) de los nazis, fue juzgado en Jerusalén. Hannah Arendt fue la encargada de cubrir el juicio para la revista The New Yorker.

Los artículos que escribió fueron recopilados bajo el título Eichmann en Jerusalén. El subtítulo, Sobre la banalidad del mal, es parte inseparable de las polémicas que acompañaron desde el momento de la publicación a la atípica periodista.

Su apreciación de que algunos de “monstruos” de la humanidad no son sino personas normales que van al trabajo y regresan a casa a dormir con la conciencia tranquila porque nada les llama a pensar sobre lo que hacen y nadie les reprocha ya que tales actos son, simple y llanamente, el cumplimiento del deber le granjeó críticas, pero su mención de que el mismo pueblo judío había contribuido a su exterminio significó hacerse con enemistades eternas. En la lista de sus detractores se instalaron incluso figuras como el historiador de las ideas de origen ruso Isaiah Berlin.

Luego de leer La promesa..., uno puede regresar a la realidad y hasta ver algún debate entre morenos y priistas con la tranquilidad, menor si se quiere pero tranquilidad al fin, de que esos políticos no hacen política.

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