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Los principios morales y el desarrollo nacional

JULIO FAESLER

Lo que le falta a México es tener un gobierno que esté normado por principios que todos conozcamos y respetemos. Va siendo hora que los que dentro de poco se convertirán en candidatos formales den a conocer al mismo tiempo los programas de gobierno que se proponen instrumentar al llegar a Palacio Nacional y los principios que se comprometen a seguir al ponerlos en acción.

El desprestigio en que ha caído el régimen actual es tan general que la derrota en las urnas el próximo primero de julio es asunto ya descontado en la mentalidad de muchos de futuros electores. La creencia de que la moral es asunto de meras creencias religiosas y que nada tiene que ver con la actividad política ha encontrado sus inevitables consecuencias en las realidades nacionales que padecemos.

La moralidad en los asuntos públicos es tan esencial para su buena conducción como lo es en la vida privada de cada ciudadano. Atrás debe quedar la artificiosa separación de la vida privada de la social o pública. La experiencia ha venido a confirmar que el comportamiento del funcionario público o del profesionista, depende más de su creencia personal en valores superiores que de su obediencia externa a las leyes aprobadas por el Congreso.

La justa fama que se construye a lo largo de un ejercicio probo y honesto de cualquiera actividad, sea pública o privada, o en los negocios, depende mucho más de haber seguido la propia recta consciencia que el temor a la cárcel que, bien se sabe, puede esquivarse. Lo que es inescapable es el remordimiento o el sentimiento íntimo de culpa.

Si la rectitud es elemento necesario para la salud mental del individuo lo es aún más para la conducción de un país. Es aquí donde lamentablemente han fallado una gran mayoría de nuestros gobernantes de todo nivel. El ejemplo de su falta de ética en el ejercicio del poder que a ellos les fue encomendado, sea por designación o por la vía electoral, fue tomado por miles como norma de conducta y fácil excusa.

Consecuencia lógica de lo anterior, la rampante corrupción que desde hace tantos años se instaló en el país como un modus vivendi, ampliamente aceptado que no encontró barreras sociales que la interceptase y menos aún, en la ineficaz maquinaria policial-judicial sostenida por un maleado ministerio público. Más aún, el engranaje judicial, con honrosas excepciones, se asimiló a la corrupción donde halló, no su misión para detener el delito, sino un extenso horizonte de oportunidades para lucrar.

Pero todo comienza en el espíritu y la intención con que se emprende cualquier actividad sea pública o privada. Si por ética se entiende comportarse únicamente en consonancia de lo legalmente prescrito, son innúmeros los casos en que la actuación estrictamente legal admite verdaderos atropellos a la justicia. Lo que está en el fondo de la corrupción que resquebraja a la sociedad mexicana es la conocida insistencia del liberalismo en alejar los principios morales fundamentales de lo que es la ley escrita. Así hemos perdido en México el concepto de moralidad para atenernos a la formalidad legal que no es siempre lo justo.

Lo anterior ayuda a explicar por qué nos encontramos estancados como país, conformados a lo cotidianamente aceptado incluso las prácticas corruptas que llegan hasta a lo familiar, sin superar nuestro retrasado nivel de desarrollo.

El ambiente que se vive en nuestro país está percudido por la obsesión de compraventa de productos y servicios, rodeados de pobrezas, sin sentimientos de solidaridad social. Sin este ingrediente es imposible imaginar que México pueda superar sus raquíticas condiciones de vida y crecer a los ritmos necesarios.

Los que pronto emprenderán sus campañas como candidatos confirmados tienen que tomar en cuenta el fondo del problema de la corrupción que inunda a México, así como su lúgubre consecuencia de drenar el ánimo nacional. La tarea principal que corresponde a los candidatos es la de inspirar con su ejemplo a una ciudadanía cansada de corrupción y dudosa de los caminos que debe tomar. Responder a estas circunstancias requiere apartarse de las gastadas fórmulas de "tiempo y forma" y de huecas promesas de llegar "hasta las últimas consecuencias de la ley" para de verdad abrazar y aplicar los principios de moralidad cuya ausencia nos ha traído a donde estamos.

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Escrito en: Editorial Julio Faesler

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