Comportamiento inapropiado

Sólo el presidente de USA, el solitito, acumula hasta ahora 16 denuncias. No es difícil imaginar cuantas hay que aún callan ante la amenaza de perder el trabajo o la dignidad.

Encender la tele por la mañana nunca ha sido lo mío, aunque hay ocasiones en que es imperativo como aquel día en que, armada de un café y abundante provisión de galletas, me pegué a la pantalla para disfrutar morbosamente del escándalo: el presidente del país más poderoso del mundo estaba en el banquillo de los acusados, que no era un banquillo sino una mesa pelona que permitía la indiscreción de las cámaras captando para el público el movimiento nervioso de un pie, las quijadas tensas y la cara de niño asustado de Bill Clinton, obligado a responder a la acusación de acoso sexual contra la joven (de 22 años) becaria Mónica Lewinsky. Toda esa humillación frente a su esposa Hilary, quien, aunque visiblemente afectada, mantuvo en todo momento una actitud políticamente correcta. Sólo después de reconocer un eufemístico “comportamiento inadecuado”, Bill consiguió librar el bochornoso problema.

Después del juicio, Clinton se presentó en la cámara alta, donde los senadores lo recibieron de pie y con un nutrido y solidario aplauso. El hombre del comportamiento más inadecuado y procaz del que he tenido noticia, no tendría tanta suerte ahora que la ropa sucia ya no se lava en casa. Las mujeres han comprendido que la vergüenza no corresponde a la acosada sino al acosador y la ola de denuncias se está convirtiendo en un tsunami. Es ancestral el aprovechamiento que los hombres han hecho del poder, aunque ese poder se limite al puesto de supervisor, policía, o simplemente ser un pobre diablo que disponga de un silbato: ¿Quieres pasar el examen?, ¿tener un papel en mi película?, ¿te gustaría ser coronada como Miss Universo?... Primero tienes que pagar el derecho de pernada… Y ya lo sabes, calladita te ves más bonita porque “las arañas, las avispas, los escorpiones, las víboras, basiliscos y demás alimañas del género punzante, mordente y matante, son tortas y pan pintado en comparación a la malicia que encierra la lengua de las mujeres”, advirtió hace muchísimos años Adolfo Claravana. “Si eres rico y famoso puedes meterle la mano en la vagina a las mujeres y no dicen nada”, declaró el repulsivo acosador que hoy ocupa la Casa Blanca y, cosa extraña en él, decía la verdad. No sólo lo hace sino que además se vanagloria de hacerlo. Vomita su misoginia sin que hasta ahora nadie lo llame a cuentas. Usos y costumbres del mundo macho. Animadas por la primera mujer que se atrevió (lo difícil es que salga la primera aceituna, las demás salen solitas) actricitas y acrizotas de Hollywood están denunciando las conductas inapropiadas y abusos que han padecido durante años. Sólo el presidente de USA, el solitito, acumula hasta ahora 16 denuncias. No es difícil imaginar cuantas hay que aún callan ante la amenaza de perder el trabajo o la dignidad. “Es un poco chiflada y algo putilla”, escribió un periodista sobre Anita Hill allá por 1991, cuando ésta se atrevió a testificar por acoso sexual contra su jefe, el jurista Clarence Thomas, por esos días supervisor de la oficina para la Igualdad de Oportunidades Laborales. Ella tenía la razón, sin embargo, solidarios, los senadores se la dieron a Thomas, quien sigue siendo juez de la Corte Suprema. Ni hablar, solidaridad de machos y pues el dinero que también cuenta; los abogados del despreciable acosador del copete naranja están solicitando que se desechen o se demoren las acusaciones hasta que termine su mandato. Si ahora sabemos que “las cosas malas suceden cuando la gente buena no hace nada”, es inexcusable responsabilidad de la ciudadanía recordarle a esos abogados que si la Suprema Corte declaró a Bill Clinton no inmune a la demanda de acoso sexual; el acosador de la Casa Blanca no tiene por qué merecer mejor trato. Por cierto, no estaría nada mal que las mujeres mexicanas comenzáramos a denunciar a tanto acosador que, impune, anda pavoneándose por ahí.

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