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Al rojo, los focos apagados

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

No hay focos rojos... porque el tablero electoral está desconectado.

Y, claro, sin el semáforo de riesgos encendido, con o sin culpas se tolera la prefiguración de un cuadro electoral cada vez más complicado y adverso que, en un descuido, podría colocar en un predicamento no a éste o aquel otro candidato o partido, sino a la estabilidad económica, política y social del país.

En concierto o desconcierto, el variado elenco de responsables de asegurar el proceso electoral está poniendo, de buena o mala fe, su granito o camión de arena para arribar a un final sin garantías y, entonces, según le vaya al partido en el poder, determinar de qué recurso echar mano.

Puede rechazarse, pero se están fraguando las condiciones para llevar a cabo o no un fraude electoral, una trastada política que -a diferencia de las ocasiones anteriores-, quizá, llevaría a romper más de un vidrio. Si la violencia ya es costumbre nacional, su derrame en la política no puede descartarse.

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El gobierno -por así llamar a la administración- ha jugado y juega con las variables económicas no en función de la estabilidad -la palabra correcta sería estancamiento-, sino de su efecto electoral sobre el candidato oficial de su partido.

Si durante el periodo previo a la postulación de José Antonio Meade la administración no dudó en contribuir a la volatilidad del peso, en atención a la peregrina idea de restablecer una liturgia política insostenible, ahora nada le preocupa contribuir a la inflación al contener artificialmente el precio de los combustibles. La sola idea o temor de que en cualquier momento se asestará otro gasolinazo está disparando el precio de productos básicos.

Pese al discurso oficial antipopulista, la administración pretende no irritar a su clientela electoral y ha dado lugar a un absurdo: el precio libre, pero controlado, de los combustibles. Se manipula el Impuesto Especial sobre Producción y Servicios al ritmo de la necesidad política.

La gran interrogante es cuánto tiempo aguantará sin dar el golpe al precio y, si ese lapso, cubre las pobres expectativas de su candidato que, por lo demás, causa ternura al asegurar que el precio de los combustibles lo fija el mercado internacional.

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La violencia y la delincuencia están al alza, pero como de ellas se ha hecho una costumbre, unos muertos de más o de menos no inquietan a la autoridad electoral ni gubernamental.

A ninguna de ellas escandaliza que aparezcan cuerpos sin vida aquí, allá o acullá. Bajo la justificación de la criminalidad incontenible, la falta de una policía profesional y la división del trabajo, no hay por qué instrumentar un programa que garantice el desarrollo pacífico de la campaña electoral o el derecho ciudadano a votar en libertad y seguridad.

Bajo esa óptica, si entre los asesinados del día, la semana o el mes ahora se anotan nombres de alcaldes, funcionarios, dirigentes o precandidatos -Reforma estima once tan sólo durante diciembre-, estos deben agregarse sin más a la lista de ciudadanos fallecidos porque, en una democracia, todos los muertos son iguales. Sin embargo, si un Estado no es capaz de garantizar la vida y la seguridad de quienes representan o pretenden representar a la sociedad, menos puede garantizarlas a la sociedad.

Frente al problema, la autoridad electoral se lava las manos. Lo suyo, dice Lorenzo Córdova, es organizar el proceso no garantizar la seguridad y, por eso mismo, el Instituto Electoral no elabora mapas de riesgos, ni advierte focos rojos. Y, a su vez, a la autoridad gubernamental no le llama la atención el asesinato de políticos como una operación criminal, interesada en que la incertidumbre electoral no desvanezca la certeza de su actividad siniestra.

Dejar en la impunidad el asesinato de políticos o la violencia política como la ocurrida por tercera ocasión en la campaña de la precandidata de Morena al gobierno de la capital, Claudia Sheinbaum, es ponerle cartuchos al arma de la eliminación y quitarle el seguro a una elección. Pueden firmarse pactos de civilidad al mayoreo, son como los homicidios, letra muerta. El punto es actuar de manera contundente contra quienes atentan contra la vida y la democracia.

La impunidad, en sentido contrario al postulado de Meade, es estar con los victimarios, no con las víctimas del crimen.

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Encargar la fiscalización del gasto de los partidos a un ex colaborador del hoy precandidato del PRI y validar el otorgamiento de beneficios en especie o efectivo (tarjetas de promesas o programas sociales) durante la campaña electoral es cargar con pólvora los dados del juego electoral.

La decisión de aquellos consejeros de nombrar a Lizandro Núñez Picazo, ex funcionario del SAT y, por lo mismo, colaborador de José Antonio Meade, como jefe de la Unidad de Fiscalización del Instituto Electoral es, por decir lo menos, un error inconcebible. Le restan legitimidad a su actuación y abren el telón a la sospecha.

La decisión de los magistrados de echar abajo el reforzamiento de la prohibición de ofertar dinero o mercancías como parte de la propaganda electoral es, en cierto modo, legalizar la compra y la coacción del voto.

Si esos son los árbitros y los jueces del concurso, pues, desde ahora se puede dudar de su imparcialidad.

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Pueden la autoridad electoral y gubernamental asegurar que no hay focos rojos encendidos a partir de desconectar el tablero a la corriente de la realidad. Pueden sin querer o adrede configurar las condiciones de un fraude a realizar en caso necesario, pero no pueden ignorar que están jugando con la estabilidad de la nación.

 EL SOCAVÓN GERARDO RUIZ

Ojalá postulen al secretario de Comunicaciones y Transportes al Senado de la República, no hay mal que por fuero no venga.

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