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Legalizar lo aberrante e inoperante

JESÚS CANTÚ

Aprobar la Ley de Seguridad Interior, como ya hicieron en la Cámara de Diputados, significa un gran retroceso en materia de derechos humanos, contraviene disposiciones constitucionales y normas establecidas en tratados internacionales firmados por México y ratificados por el Senado de la República.

El proyecto de ley presentado por el Ejecutivo, hace ya tres años, y aprobado apenas el pasado jueves en la Cámara de Diputados otorga atribuciones extraordinarias, sin las debidas regulaciones, al Ejecutivo y a las Fuerzas Armadas para realizar labores de seguridad pública. Como bien reconoce Eduardo Sánchez, vocero de la Presidencia de la República, "soldados y marinos están haciendo labores que están fuera de sus atribuciones", es decir, reconoce que actualmente (cotidianamente desde diciembre del 2006, cuando el entonces presidente Felipe Calderón ordenó Operativo Conjunto Michoacán) violan las disposiciones constitucionales.

El proyecto de Ley lo que pretende hacer es legalizar su presencia en las calles en las labores de seguridad que es la principal estrategia de una política nacional de seguridad que ha fracasado rotundamente desde su inicio. La tasa anual de homicidios por cada 100 mil habitantes refleja muy claramente este fracaso: en 2006, cuando comenzó esta política, la tasa era de 9.84 homicidios; todavía, bajó a 8.23, en el 2007; de ese punto se disparó hasta los 23.88 en el 2011; en 2012 empezó una tendencia decreciente, pero en el 2015 se revirtió y el 2017 será el año más cruento desde que se inició este recuento en 1979, con un esperado de alrededor de los 27 homicidios por cada cien mil habitantes.

El fracaso no puede ser más rotundo: con el Ejército en las calles la tasa de homicidios es hoy más de tres veces mayor a la que se tenía antes de eso.

Así el proyecto de ley legaliza lo aberrante, porque involucra a las Fuerzas Armadas en labores que le corresponden a las policías civiles, como con las acciones preventivas y la represión de protestas sociales. De acuerdo a la Constitución las Fuerzas Armadas deben intervenir únicamente cuando esté en riesgo la seguridad nacional, es decir, existe una amenaza para la integridad, estabilidad y permanencia del Estado Mexicano y sus instituciones, no para garantizar la seguridad pública, que es lo que han venido haciendo ante la incapacidad de las distintas instancias de gobierno de hacerlo.

Se puede entender que en ciertos momentos y regiones, las Fuerzas Armadas intervengan temporalmente para restaurar el orden, pero deben ser ocasiones excepcionales y en circunstancias y territorios muy bien determinados y especificados. Suponiendo, sin conceder, que ese era el caso en Michoacán, en diciembre del 2006 cuando el entonces presidente Calderón decidió enviar al Ejército, debió hacerlo con una misión precisa y por un tiempo determinado; en lugar de eso, primero Calderón y posteriormente el actual presidente Enrique Peña Nieto, decidieron extenderlo a todo el país y sin especificar temporalidad. Esto era muy grave por sí mismo, pero el legalizarlo en los términos de la propuesta de Ley implica legalizar la aberración.

También implica legalizar lo inoperante, pues las cifras señaladas en un párrafo precedente evidencian que dicha intervención no tan sólo no ha permitido reducir los índices de criminalidad, sino que los han disparado. La política ha sido contraproducente.

El mismo presidente Peña Nieto, reconoció el cambio de tendencia el pasado viernes 1 de diciembre, en su mensaje con motivo del inicio de su último año de gobierno: "Gracias al trabajo coordinado y corresponsable, en los primeros tres años de esta Administración se registró una importante reducción de los delitos. Lamentablemente, y hay que decirlo, esta tendencia se ha venido revirtiendo y ello se explica por diferentes razones, como la disparidad de capacidades entre instituciones locales y Federales y la falta de un marco legal adecuado y acorde a la nueva realidad".

Reconoce las tendencias, no tiene forma de negar lo que sus mismas estadísticas muestran, pero reparte méritos y responsabilidades de manera muy conveniente para su gobierno: en los tres años en los que la tendencia era a la baja, el mérito es del Gabinete de Seguridad, integrado por la Secretaría de la Defensa Nacional, la Secretaría de Marina, la Comisión Nacional de Seguridad, la Secretaría de Gobernación, la Procuraduría General de la República y el CISEN, que fue "el encargado de dar respuesta integral a este fenómeno combatiéndolo en todas sus vertientes".

Cuando la tendencia se revirtió, la responsabilidad es de los gobiernos estatales y municipales, que no han sabido o podido desarrollar las capacidades de las instituciones policíacas; y del Congreso de la Unión, que no ha aprobado el marco legal adecuado. Estas dos realidades estuvieron presentes en ambos períodos: en los 4 años (2012-2015) en los que la tendencia fue decreciente; y en estos últimos 2 (2016-2017), en los que la tendencia es creciente, así que en realidad eso fue lo constante y, por lo tanto, no puede ser la causa de la reversión de la tendencia.

El presidente y su gabinete recurren al sencillo expediente de apropiarse de los méritos y repartir a terceros las culpas. Y esta lógica, desmentida por la realidad, es la que está detrás de las propuestas de Ley de Seguridad Interior y el Mando Único Policial que, de aprobarse en sus términos, agudizarán la inseguridad y la violación de los derechos humanos.

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