Los comicios concurrentes de 2018 representarán una dura prueba para las instituciones de la democracia electoral mexicana. A pesar del gasto millonario destinado a construir confianza y certidumbre, en cada proceso se presentan irregularidades que derivan en señalamientos, impugnaciones y descalificaciones que siembran la duda desde la forma en la que se desarrollaron las campañas, hasta los resultados de las votaciones. Lo ocurrido en las elecciones del pasado 4 de junio, en las que el árbitro administrativo, el INE, y el árbitro jurisdiccional, el Trife, mostraron criterios muy distintos en materia de fiscalización, evidencian que es necesario poner orden en este sentido para evitar que la incertidumbre vivida se repita el próximo año. Aunado a esto, se presentará la situación inédita de que los alcaldes podrán hacer campaña para buscar la reelección sin dejar el cargo, lo cual complicará más las reglas del juego.
Pero partamos de un hecho incontrovertible: los principales responsables de la falta de confianza en el sistema electoral son los partidos políticos. Son ellos los que, a través de sus legisladores, hacen las leyes que se supone deben respetar a la hora de los comicios. Y por lo menos desde 2006, frente a las dudas surgidas en cada proceso electoral, los partidos promueven reformas y reglas más complejas en aras de calmar los ánimos de los perdedores en las elecciones. Pero son los propios partidos los que terminan violentando las normas o encontrando los recovecos para evitar ser sancionados. Si no hay un juego limpio en la democracia electoral es porque los jugadores están más interesados en mantener o alcanzar el poder que en consolidar un ambiente de legalidad y legitimidad. El círculo vicioso es evidente, mientras la ciudadanía no militante observa cada vez con mayor desconfianza los comicios.
En este contexto de desconfianza permanente, el derecho electoral mexicano se ha convertido en un galimatías en el que la interpretación cuenta con mayores espacios que los criterios objetivos mínimos. Prueba de ello es la batalla que libraron el INE y Trife con motivo del proceso electoral de Coahuila, en donde el primero insistió en dar elementos para anular la elección y el segundo en corregir la plana bajo el argumento de que el instituto se excedió en sus labores de fiscalización. Al final, lo que trasciende es que las reglas permiten lecturas distintas sobre un mismo hecho, lo cual abre la puerta a que los inconformes siembren la duda sobre el resultado final.
Para 2018 la situación se tornará más complicada. México vivirá un proceso fuera de lo común en el que se elegirá al presidente de la República, el Senado, la Cámara de Diputados, gubernaturas, congresos locales y ayuntamientos. Las novedades principales están en la posibilidad de que se registren candidatos independientes en todos los cargos a elegir, además de la oportunidad de que alcaldes y legisladores locales -en algunos casos- puedan reelegirse. Pero además, será la primera vez que el órgano electoral nacional asuma el control de los conteos rápidos en los comicios para nueve gubernaturas, es decir, que tendrá más trabajo del que ya de por sí tiene.
Todo esto plantea un reto de magnitudes sin precedentes. Es previsible que la complejidad de la elección de 2018 abra la puerta a un número poco usual de impugnaciones y denuncias que deberán ser desahogadas primero por la Fiscalía especial, la Fepade, misma que aún no tiene titular. Pero lo más preocupante es que no se observa que los árbitros electorales estén en la misma sintonía, además de que los partidos no han mostrado hasta ahora la voluntad de sujetarse a las reglas y de competir en un ánimo de juego limpio que dé certeza a los ciudadanos sobre los resultados y la forma de hacer campaña de los candidatos. Por ello, México pudiera estar frente a un momento crítico en materia de democracia electoral.
