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El apellido del candidato

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

El nombre del candidato oficial aún es desconocido, pero no su apellido.

La oportunidad es buena entonces para recordar su origen y cuna política porque, aun cuando, quizá, se pretenda, es imposible desvincular el nombre de pila del nombre de familia... y el apellido corresponde al de Partido Revolucionario Institucional.

Es bueno recordarlo ahora porque, cuando surja su nombre, más allá de sus virtudes y vicios, brotará también su ansia por imaginarse con la banda tricolor terciada al pecho y, ante la sola posibilidad, entenderá como un asunto personal la crítica a su apellido: el sello de casa que lo impulsa y frena.

No siempre se puede aislar o separar la biografía de la historia, el primer nombre del último ni el futuro anhelado del pasado ineludible.

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Al candidato oficial le pesará explicar cómo su familia desperdició la oportunidad de reivindicarse ante la sociedad y la historia, habiendo regresado a la casa de donde fue echado casi dieciocho años atrás. No la aprovechó para rectificar la conducta que lo expulsó de ella y sí, en cambio, ratificó los términos de su deshonra: la pusilanimidad, la complicidad y la impunidad, haciendo de la corrupción práctica voraz.

Del pacto para alcanzar un acuerdo nacional pasó al impacto del desacuerdo nacional, poniendo en juego la estabilidad.

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Uno. El Revolucionario Institucional sobrevivió fuera de Palacio doce años y, a excepción de algunos de los cuadros que lo condujeron en esa larga y sinuosa travesía, el partido como tal eludió plantearse su reinserción en el ejercicio del poder al punto de caer en la práctica del no poder.

Supo, si se quiere, diseñar la estrategia para recolocarse en la escena, ganar la elección presidencial pero no conquistar el gobierno. La falta de reflexión le impidió convencer de la razón de su retorno; la sobra de recursos, acariciar de nuevo el sueño.

No hizo el balance del motivo por el cual salió de Palacio, como tampoco el corte de caja del estado en que recibió la administración al regresar a ella. No pintó su raya ante el calderonismo y, entonces, su responsabilidad adquirió tinte de complicidad.

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Dos. Reinstalado en Palacio, a ritmo de bienio, la administración del PRI pasó de la osadía al titubeo y la parálisis. De ahí, al miedo y la desesperación. No supo transformar la victoria electoral en la conquista del gobierno.

Tras el relativo logro legislativo de darle marco jurídico a la reestructura pretendida -en más de un caso, leyes mal hechas que hoy tienen en vilo a más de una estructura, institución y proceso-, el Revolucionario Institucional cometió errores que terminaron por arrastrar la posibilidad de su gobierno y entró en pánico escénico.

Vinieron entonces la indecisión y la parálisis, más tarde el desentendimiento, recubierto de un sentimiento de incomprensión. Conclusión: borró y pervirtió el principal postulado de su regreso: los priistas sanguíneos y consanguíneos no supieron gobernar.

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Tres. Al cometer aquellos errores, la administración envió un mensaje indigerible: importa más una casa en Las Lomas que una residencia en Los Pinos.

De mil y un formas, se intentó explicar la injustificable conducta y, quizá, tal impostura dio rienda suelta a muchos de los hoy ex gobernadores y ex funcionarios sujetos a investigación, proceso o extradición judicial. Cuadros que, al ser descubierta su rapaz voracidad -en muchos casos, desde el exterior-, el PRI comenzó a expulsar y, luego, al crecer su número, optó por ignorar siendo que, en su credo, encarnaban la nueva generación de priistas.

Al incorporar la persecución judicial y la cárcel como parte del arsenal y de la escena política, hoy a más de un priista le provoca escalofrío el ruido de una reja al cerrarse.

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Cuatro. En el campo de los derechos humanos, el PRI hizo de las fosas clandestinas o el encubrimiento de los crímenes de Estado el entierro de su credibilidad.

Al regresar a Palacio, el priismo prometió una estrategia no distinta, sencillamente una estrategia frente al combate al crimen. Sin embargo, continuó la aventura de Felipe Calderón, añadiendo un ingrediente: la mentira. Tlatlaya primero, Iguala después y más tarde una serie de matanzas donde los caídos cambiaban de posición después de muertos. No sólo borró la promesa, generó una más cruel realidad.

El número de homicidios dolosos y la diversificación de la industria criminal ya no es récord de la administración de Calderón, sino de la actual. Si, como antes, los muertos votaran, el PRI perdió un caudal de votos.

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Cinco. Ausente el gobierno, la política interior se convirtió en una agencia de negociaciones para postergar la solución de los conflictos y, entonces, de la política exterior ni la sombra quedó. De la escuela de Tlatelolco se hizo un taller de aprendizaje experimental con un gran desfile de alumnos.

El país flota porque ya no pesa.

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El nombre del candidato oficial aún no se conoce, sí su apellido.

Podrá el candidato intentar desvincularse del Revolucionario Institucional. Decir que, a diferencia de su familia, él no hará de la casa de gobierno una tienda de campaña; que modificará conductas en vez de reformar leyes; que ya no consagrará derechos en la Constitución para anularlos o dificultarlos en el reglamento; que ya no hará de las arcas públicas caja personal de ahorros y de las licitaciones, pagarés a sí mismo o a un hombre de paja...

Podrá intentarlo, pero hay un hecho ineludible: si bien el nombre cuenta, pesa el apellido. A saber, si el candidato oficial podrá resolver su postulación en gloria inesperada o sacrificio absurdo.

 EL SOCAVÓN GERARDO RUIZ

Sobra, hoy, explicar por qué se tiene más presente al socavón de Gerardo Ruiz Esparza que al Paso Exprés de Cuernavaca.

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