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Plaza pública/Samuel del Villar

Miguel Ángel Granados Chapa

Samuel Ignacio del Villar Kretschmar nació en la Ciudad de México el seis de marzo de 1945. Hubiera deseado ser hidalguense o potosino, como algunos de sus ancestros. Satisfizo en cierto modo ese anhelo: sus cenizas fueron dispersas en San Luis Potosí, en la ex hacienda de Peotillos, donde se afanó en ser un hombre de campo, como lo fue su padre, Samuel del Villar Hill y lo es su hermano Eduardo, el mayor de una familia donde las mujeres cobraron relevancia: Guadalupe, la madre; y las hermanas Cristina y Mónica.

La vocación rural de Samuel complementó la que lo ganó por el estudio. Tras su formación inicial en el Instituto Cumbres, de los Legionarios de Cristo, eligió la universidad pública. Cursó economía y se graduó en la Facultad de derecho. Sería después doctor en la escuela de leyes de Harvard. Honraba así la cercanía que, niño él, le brindó don Jorge Vera Estañol, esposo de su abuela materna. En Boston buscó reclutarlo una poderosa trasnacional para su oficina mexicana. La oferta de Procter and Gamble superaba en mucho, muchísimo, la que le formuló Horacio Flores de la Peña, secretario del Patrimonio Nacional, que lo necesitaba como asesor.

Optó por el servicio público. Y por la academia y el periodismo. Ganó una plaza de profesor investigador en el Colegio de México. Al despedirlo ahora que ha muerto, sus compañeros de la asociación de académicos que lleva el nombre de don Daniel Cossío Villegas trazaron su mejor semblanza: Con su desaparición, dijeron, “concluye la trayectoria de un mexicano singular, cuya pasión y entrega no fue otra que luchar porque México se transformara en un país justo consigo mismo”.

Había trabado relación con Excélsior antes de estudiar en el extranjero y la retomó a su vuelta. También entonces casó con Margarita González Gamio, sicóloga y socióloga que después haría carrera pública (como delegada, legisladora, embajadora). El hijo de ambos, Jorge Samuel del Villar González será escritor. Ya lo es. Tiempo más tarde se disolvería ese matrimonio.

En Excélsior escribía un artículo por semana y aconsejaba a los directivos. A partir de 1973 dirigió el Fideicomiso Paseos de Tasqueña, operación financiera que urbanizó y comercializó el fraccionamiento de ese nombre, en Coyoacán. Se esperaba de las ganancias de ese negocio inmobiliario el gran salto adelante en la modernización de una cooperativa lastrada por anacronismos, capaz sin embargo de producir el diario de mayor trascendencia en la capital de la República.

El diez de junio de 1976 sedicentes ejidatarios encabezados por el diputado priista Humberto Serrano invadieron aquel fraccionamiento. Saldrían de allí, dijeron sin embozo, una vez que cayera Julio Scherer de la dirección del diario. Eran parte de una maniobra gubernamental para silenciar a Excélsior. Durante un mes, hasta el ocho de julio, Del Villar practicó inútiles esfuerzos por hacer que cesara la ocupación ilegal. Después de esas fechas fatídicas, con mayor ardor participó en la edificación del semanario Proceso, de cuya empresa editora fue tesorero.

Organizó después su propia compañía periodística, que publicó durante dos años el catorcenario Razones, donde descubrió el talento de mujeres y hombres jóvenes que luego brillarían en la escena pública. Tempranamente inclinado a la candidatura presidencial de Miguel de la Madrid, trocó el periodismo por una posición cercana a la Presidencia. Creyó posible influir en la “Renovación moral de la sociedad”, que sin embargo sólo fue lema, no oficio ni convicción en la oficina presidencial. “Tuve que separarlo por impráctico y catastrofista”: así resume en sus memorias el ex presidente el fin de su relación con Del Villar, es decir su sometimiento a los poderes de facto, incluido el de su secretario particular, el hoy senador Emilio Gamboa, siempre tan eficaz gestor.

Distanciado así de la “familia feliz” y por ende de Carlos Salinas, Del Villar se sumó al cardenismo luego de las elecciones de 1988. Y al año siguiente estaba en la primera línea para la fundación del PRD. Fue delegado del partido en su evocado San Luis, en el último lance civil del doctor Salvador Nava, con quien Samuel compartió los rigores de una marcha de protesta hacia la Ciudad de México. Volvieron a la capital potosina semitriunfantes: fue evitada la oposición de Fausto Zapata, antiguo amigo de Del Villar, pero no fue admitido que Nava gobernara.

Representó al PRD en el consejo general del IFE, luego de su recomposición en junio de 1994, cuando los partidos perdieron el voto en el órgano de Gobierno de ese instituto, que se otorgó a consejeros ciudadanos sin adscripción partidaria. Libró arduas batallas por la legalidad del padrón, que creía alterado. Debatió entonces con Carlos Almada, a la sazón director del Registro Federal de Electores, inmiscuido después en el dinero de Pemex trasegado al PRI por líderes sindicales.

Elegido Cuauhtémoc Cárdenas jefe del Gobierno del Distrito Federal, Del Villar fue procurador de Justicia. Buscó satisfacer los dos términos de su encargo: ir en pos, afanarse por esa virtud de dar a cada quien lo que le corresponde. Mucho avanzó, erró a veces. Y soportó los embates de los intereses creados, del Mal como decía cuando se dejaba llevar por arrebatos maniqueos.

Sus defectos fueron prolongación de sus virtudes. Fue intransigente y tozudo. Ganó amigos y perdió amigos. Lo hizo siempre en la convicción de que el servicio a la República estaba por encima de todo y de todos. Aun de sí mismo.

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