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El triunfo de la política facción

Periférico

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Uno de los principios básicos de la democracia es el reconocimiento de la pluralidad de opiniones y posturas. Uno de los ejes rectores de la alta política es la ponderación del diálogo franco, sin reticencias, como medio para alcanzar el bien común, sino de toda una sociedad, por lo menos de la mayoría. Asumir como única y total una posición política respecto a un problema público no es democracia sino demagogia. Negar, descalificar o atacar al que piensa distinto en vez de buscar el debate honesto de las ideas no es hacer alta política sino politiquería. Ambas, demagogia y politiquería, son vicios propios de la visión faccional de la política. Quien en el foro público actúa movido más por el apego a la facción a la que pertenece que por el interés general del Estado no es un demócrata ni mucho menos un estadista. En los días que estamos viviendo, desde Cataluña hasta Coahuila, encontramos ejemplos claros del triunfo de esto que bien podemos llamar política facción.

La evidente torpeza del gobierno de Mariano Rajoy y la "genética" autoritaria de su partido, el Popular (PP), heredero en muchos sentidos del franquismo, permitió en parte que España llegara hoy al punto de fractura en el que está por la cuestión de Cataluña. La otra parte la ha hecho un grupo de adeptos a la demagogia nacionalista y tribal, encabezado por Carles Puigdemont, que ha sabido aprovechar la ineptitud de quienes despachan en Madrid para activar viejos y nuevos resentimientos motivados por aquello que el pacto inacabado del que surge la España contemporánea no ha logrado resolver. Lo acontecido en Cataluña es la crónica de un absurdo: una autoridad autonómica que tiene sustento legal, legitimidad y razón de ser en una Constitución española usa su poder para, basado en un referéndum por lo menos dudoso, romper los lazos que la unen con el Estado que le da soporte; mientras que en Madrid, la autoridad central se tapa los ojos y oídos frente al creciente reclamo de un amplio sector de la sociedad catalana y en vez de buscar el diálogo aplica la estrategia del garrote para luego proceder por una vía estrictamente judicial que sólo está echando más gasolina al fuego. Tanto Rajoy como Puigdemont están ejerciendo esa política-facción en donde las dos partes enfrentadas se desconocen y anulan, y en donde lo que menos importa es el bienestar colectivo.

Esta manera de proceder no dista mucho de lo que ha venido haciendo Donald Trump en la presidencia de Estados Unidos. Lo único que parece importarle al magnate republicano es la opinión de la clientela electoral y el grupo económico que lo llevaron al poder, incluso sin haber obtenido la mayoría del voto popular. Cuando reproduce el discurso de la xenofobia, el racismo y la misoginia; cuando habla de proteccionismo y como ultranacionalista; cuando insulta a personas, pueblos y países enteros -como México-; cuando irresponsablemente dice una cosa para luego contradecirse; cuando juega el papel del "matón del barrio" en negociaciones políticas o económicas; cuando actúa obsesivamente para desmantelar todo el legado progresista de su antecesor Barack Obama, Trump está complaciendo a su facción más que velando por los intereses de la mayoría de los ciudadanos de su país. Su actitud pendenciera, bravucona, es más propia de los facciosos que de los estadistas. Su política, si es que puede llamársele así, de "no hacer política", le está ocasionando un daño enorme al estado nación que, según prometió, haría grande otra vez. Sus proyectos -como el del famoso muro- parecen más caprichos que estrategias o planes verdaderos. Escucharse sólo a sí mismo o a su séquito más cercano es un signo claro del gobernante que ejerce esa política-facción. ¿Los demás? Por él, que se vayan al carajo.

México no está exento de esta enfermedad que aqueja a la democracia. Veamos lo que pasa ahora mismo. Desde hace meses, los partidos políticos -con mayor responsabilidad del partido en el gobierno, el PRI, que también posee mayoría en el Congreso- tienen secuestrada y paralizada a la República por sus agendas electorales. Nada escapa hoy, ningún movimiento en el tablero, al contaminado horizonte de la elección de 2018. El grupo del presidente Enrique Peña Nieto está concentrado en posicionar a su partido y a su posible candidato en medio de los niveles de desaprobación y desconfianza más altos en la historia democrática del país. ¡Qué importa estar reprobado por la ciudadanía si se tiene el control de las instituciones para dividir a la sociedad, atacar a los rivales y pulverizar el voto y, de paso, hacer todo lo posible por protegerse las espaldas eliminando las piezas peligrosas! Lo que está pasando con el Sistema Nacional Anticorrupción y la Fepade pueden leerse en esta clave y bajo el contexto de la sucesión presidencial. Lo mismo los ataques a los dirigentes aspirantes del PAN y Morena. Pero la oposición está en la misma dinámica y no muestra una mayor estatura. Las obsesiones electorales de los dirigentes de ambos partidos los han llevado a reducir su horizonte al de una votación. Un rasgo claro de los practicantes de la política facción es el de anteponer el ser al hacer. ¿Qué han construido desde sus trincheras que los haga merecedores de un gobierno? Esta pregunta aplica también para quien está en el poder ahora.

Y a bordo de este avión aterrizamos en Coahuila, en donde el conflicto postelectoral ha cogido un rumbo francamente ridículo. La cíclica desconfianza en el resultado de las elecciones, propiciada por la conducta aberrante de los mismos partidos que hacen las reglas, nos ha llevado a que hoy, cuatro meses después de los comicios, no se haya podido confirmar un ganador. Y todo depende de interpretaciones, las de los magistrados. Pero quienes pelean, están instalados en la política facción. Unos, los del Frente Coahuila Digno, encabezados por el excandidato panista Guillermo Anaya, instalados en la guerra de las percepciones para convencer a los más que puedan de que hubo fraude, que la elección se va a anular y que si no es así, es porque los tribunales están secuestrados. Nada dicen de las trampas que ellos hicieron. Los otros, los del PRI y sus aliados, encabezados por el gobernador Rubén Moreira y el aún electo Miguel Riquelme, afianzados en la tóxica dinámica de un partido, el PRI, que no ha soltado el poder en 80 años, y una familia, los Moreira, que suma una docena gobernando; y metidos en la lógica torcida de quien conoce los recovecos y lagunas de las leyes electorales para hacer parecer que las marrullerías vistas en la jornada del 4 de junio -y antes- son "hechos aislados no determinantes" e, incluso, hasta "normales". Nuevamente la política facción que en este caso es más grave cuando se trata de una autoridad con mandato constitucional que, en vez de mantener una sana distancia del proceso, se vuelve protagonista y juega a ser fiel de la balanza. Agazapados en sus clientelas, para ambos bandos es más importante ganar que el compromiso con la legalidad y la institucionalidad, y la necesidad de esclarecer qué fue lo que pasó el 4 de junio.

Como puede observarse, la política de facciones sigue ganando terreno en cercanas y lejanas latitudes. Pero el antídoto es uno: más democracia y mejor política, para lo cual se requiere una mayor ciudadanía.

Twitter: @Artgonzaga

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