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La agonía de un ciclo

Periférico

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Los principales teóricos del sistema-mundo moderno, como Giovanni Arrighi, han logrado identificar un patrón de desarrollo de las hegemonías que han marcado cada época desde el siglo XVI. Dicho patrón se conoce como ciclo hegemónico y consta de cuatro etapas: expansión, en donde el estado dominante organiza y lidera el sistema basado en la cooperación interestatal; crisis, en la que aumentan la competencia interestatal y conflictividad social, y el poder del estado dominante declina frente a la emergencia de otros; colapso, que es el punto de inflexión en la transición de una hegemonía a otra marcada por la agudización de los factores de crisis que tienden a rebasar la capacidad reguladora de la potencia dominante; y, por último, renovación, que implica el surgimiento de una hegemonía distinta con mayor capacidad de organización que le permite convertir el caos en un nuevo orden.

Un ejercicio de atenta observación de la realidad actual nos permite ver que nos encontramos de lleno en la segunda etapa con visos de estar ingresando a la tercera. Una etapa en la que las certezas del pasado reciente han perdido o están perdiendo vigencia, y en la que la incertidumbre es la marca de la nueva era. Lo primero que se percibe es el aumento de la competencia interestatal, con el surgimiento de potencias rivales de Estados Unidos y Europa, como China, en lo económico, y Rusia en lo militar y político. En este contexto, las relaciones internacionales se han enrarecido, las antiguas alianzas se tambalean y las estructuras que soportaban el sistema (ONU, FMI, OTAN) pierden peso e influencia. Un efecto de la ausencia de pactos claros y sólidos son las guerras que, frente la mirada indiferente del mundo, no terminan (Siria, Afganistán, Irak, Ucrania, Yemén, Libia); las crisis políticas que no se resuelven (Venezuela, Kurdistán, Egipto, Palestina), y el creciente intercambio de amenazas (Europa del Este, península de Corea, Irán, Turquía, China, Rusia). Como ocurre con el TLCAN, la incertidumbre reina y la impresión es de que cualquier cosa puede ocurrir en cualquier momento.

Una de las consecuencias más graves que ha traído la nueva globalización capitalista es la precarización laboral y la disminución de las prestaciones sociales. Incluso en el Occidente desarrollado, grandes grupos de población han comenzado a perder los privilegios ganados por la necesaria alianza entre sindicatos y patrones del llamado estado de bienestar del siglo XX, con el cual los estados capitalistas hicieron frente a las amenazas del comunismo y el fascismo. Varios estudios hablan que la generación joven actual es la primera en dos siglos que será menos rica que la anterior, una generación marcada por la tiranía de lo inmediato y lo efímero. A esto hay que sumar la flexibilización, motivada en parte por la explotación de la mano de obra inmigrante, que aumenta la incertidumbre del trabajador, y la inviabilidad de los sistemas de pensiones, que lleva a la disminución de la expectativa de una vejez digna para millones.

La consecuencia de esto es, por una parte, el aumento de la conflictividad social, con grupos de población protestando por lo que consideran un atentado a sus derechos como trabajadores. Un ejemplo hoy son las manifestaciones masivas -y en algunos casos violentas- en Francia contra las reformas laborales del presidente Macron. Pero también se observan otros cauces, por ejemplo, el proteccionismo, nacionalismo y la xenofobia. Lo vemos hoy con las políticas de Trump en Estados Unidos, tendientes a satisfacer a un grupo específico que se siente desplazado por las decisiones tomadas las últimas tres décadas y canaliza su rencor en el otro, el diferente; con el famoso Brexit, que ha puesto en entredicho la viabilidad del proyecto de unidad europea; o con el nuevo ascenso de partidos de ultraderecha o de visión nacionalista y xenófoba en varios países de Europa.

La crisis política de Cataluña está mostrando los alcances que pueden tener las posiciones nacionalistas o tribalistas de partidos que se apegan al populismo para ofrecer una falsa alternativa a la creciente desconfianza ciudadana y a la pérdida de representatividad política. El modelo del estado-nación sufre hoy en Occidente los embates de este nacionalismo tribal a la par que se ve disminuido frente al creciente poder económico transnacional. Los embates hacia la crítica, las amenazas de acallar voces, las tentaciones autoritarias que comienzan a reproducirse incluso bajo fachadas democráticas, la pérdida del valor del voto para transformar la realidad en beneficio de la mayoría, el recelo de cada vez más ciudadanos que cuestionan el papel de los partidos, son todos síntomas de la crisis por la que atraviesa la democracia liberal.

Uno de los asuntos que más tinta y saliva ha consumido en Estados Unidos y el mundo es el de la presunta injerencia rusa en la elección presidencial de 2016, con bombardeo de noticias falaces, robo de información y descaradas campañas de engaño. Este modus operandi ha sido detectado también en Cataluña y Reino Unido y también se acusa a Rusia de operarlo. Más allá de esto, lo cierto es que, a la par de las inmensas oportunidades positivas que ha generado el internet, hay grandes riesgos por la vulnerabilidad informática. El esquema de libertades en Occidente se ha convertido en un caballo de Troya dentro del cual se ha colado la posibilidad de manipular la percepción de millones de personas. A esto hay que sumar la capacidad de los gobiernos para espiar a los ciudadanos a través de los teléfonos o pantallas inteligentes, lo cual nos puede llevar al callejón sin salida de la democracia: ciudadanos que no creen en sus autoridades y autoridades que desconfían de los ciudadanos.

Y mientras los regímenes democráticos y sus estados entran en crisis, el terrorismo, crimen organizado y la corrupción se convierten en actividades transnacionales. La conexión del sistema financiero mundial y la ausencia de controles reales y eficientes en la mayoría de los países dejan grandes espacios en donde los grupos extremistas y el hampa pueden obtener y lavar recursos para perpetrar su violencia y sus ilícitos. Resulta sorprendente saber de los alcances que tiene una organización como el cártel de Sinaloa, o de la capacidad de destrucción de grupos terroristas como Al Qaeda o Estado Islámico, estos últimos financiados presuntamente por aliados de Washington que aprovechan la laxitud del sistema para comprar y vender desde petróleo robado hasta personas. El cuadro lo completa la corrupción. El caso Odebrecht, los papeles de Panamá o las filtraciones de Wikileaks exhiben los alcances de la corrupción y las capacidades de los poderes corruptores. Una empresa puede sobornar a gobiernos de decenas de países para conseguir contratos. Un político puede robar al erario y esconder el dinero en un paraíso fiscal para evadir el pago de impuestos y el rastreo de la justicia. Incluso el deporte mundial, depositario de tantos elogios y ensalzado como parte de las actividades más nobles de la Humanidad, ha sido penetrado por la corrupción. Al final, otro síntoma de la crisis e incertidumbre que genera un ciclo que agoniza.

Twitter: @Artgonzaga

Correo-e: [email protected]

(Esta columna volverá a publicarse en dos semanas).

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