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Ridícula democracia electoral

Periférico

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

La democracia electoral se ha convertido en México en un juego de simulaciones, hipocresías y marrullerías. En el fondo, buena parte del problema radica en el escaso o nulo compromiso de los partidos políticos con una democracia -valga la expresión- de fair play, en donde la propuesta clara, el debate honesto y la persuasión de las ideas estén por encima de la apuesta clientelar, las mentiras descaradas y las trampas que, digan lo que digan, la mayoría de los partidos privilegian a la hora de estar en campaña y acudir a una contienda electoral. Todo esto redunda en que la democracia en México adquiera una apariencia cada vez más ridícula y alejada de su esencia que es la búsqueda en común de soluciones a los problemas que golpean a la sociedad.

Es normal que en este juego en donde lo único que importa es ganar a como dé lugar, y no construir soluciones para los problemas que aquejan a la ciudadanía, al final de cada elección quede una sensación de profunda desconfianza. Desconfianza sembrada por los perdedores, que creen que en todo el proceso o en alguna parte de éste se cometieron injusticias en su contra, ya sea por parte del partido o candidato ganador, o por las instituciones que arbitran y sancionan los comicios. Pero desconfianza también propiciada por los ganadores, quienes burlan las embrolladas reglas del juego para obtener el triunfo a sabiendas de que le será muy difícil al contrincante demostrar la verdad legal de un supuesto fraude. Lo importante para los partidos no es que se cometan irregularidades, sino que se cometan con el cuidado suficiente para evitar que una impugnación prospere. Pero este hecho a nadie conviene, ni siquiera al victorioso, aunque haya obtenido lo que buscaba, ya que la legitimidad con la que arriba al poder casi siempre es escasa, producto precisamente de esa desconfianza.

Se ha convertido ya en una norma de la política mexicana que luego de cada proceso electoral se convoque a reformar -y complicar aún más- las reglas del juego bajo la justificación de que se deben mejorar los candados para evitar que la desconfianza crezca por las chapuzas que llevan a cabo los partidos. Se agregan causales de nulidad, se escriben nuevos artículos, se multiplican los supuestos controles, se aprueban reglamentos y un largo etcétera. Pero la conformidad con cada reforma dura hasta que pasa la siguiente elección, en la cual vuelven las trampas e inconformidades. Y así el ciclo continúa con una nueva reforma en la que se inventan reglas que, por mucho que lo digan, los partidos no están dispuestos a cumplir si eso significa no ganar la elección.

La semana pasada, quienes estuvimos al tanto de lo ocurrido en el Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación asistimos a un espectáculo francamente ridículo. Mientras el primero se ha empeñado, a través de la fiscalización, en dar los argumentos suficientes para la anulación de la elección en Coahuila, el segundo ha revocado en parte la contabilización de los gastos de campaña por considerar que el instituto se ha excedido en sus funciones. Lo ridículo está en el nivel de discusión que se observa. Se trata de un juego de sumas y restas de dinero utilizado en las campañas, de facturas presentadas fuera de tiempo y forma, de formatos vaciados de manera indebida, del costo real de unos cuantos spots, de si los partidos dijeron o no la verdad a la hora de reportar sus gastos. Pero esto último no se sabrá, porque por más reglas que se hayan creado y por más atributos que se le hayan dado al INE, siempre habrá huecos por donde los partidos puedan salirse con la suya. Unos quitan, otros ponen, uno más esconden, y la mayor parte, recursos públicos. La percepción generalizada es que los dos protagonistas de la elección rebasaron el tope, y que no es necesario ser un genio para saberlo. La elección es, al final, un verdadero galimatías de simulaciones y marrullerías.

Y es aquí donde aparece la hipocresía. Mientras los partidos políticos se desgarran las vestiduras a la hora de legislar en las cámaras para dar más certeza a los procesos electorales, en las elecciones son sus candidatos y equipos los que siempre buscan la forma de darle la vuelta a dichas legislaciones y torcer la realidad para ajustarla a su conveniencia. Tras el fallo del llamado Trife con el cual se determinó borrar, por una mera cuestión de forma, poco más de un millón de pesos a los gastos de campaña de Miguel Riquelme, los partidos enfrentados dieron rienda suelta a otra campaña de mentiras completas y medias verdades. Los panistas que respaldan a Guillermo Anaya, nuevamente volvieron a decir que la anulación de la elección es inminente. Por su parte, los priistas de Riquelme no tuvieron empacho en asegurar que la resolución confirmaba ya su triunfo, a pesar de que aún faltan varios procesos por desahogar en los tribunales. Como se observa, no hay compromiso alguno con la honestidad. Así, ninguna ley podrá funcionar.

El problema fundamental es la falta de voluntad de los partidos por respetar, no digamos ya las reglas que ellos mismos fijan, sino el más básico sentido de la decencia y del respeto hacia el ciudadano. Para la mayoría de los partidos, los ciudadanos son incapaces de organizarse para participar en la discusión de los asuntos de la vida pública. Para ellos, sólo son votantes a los que hay que buscar cada vez que hay elecciones y prometerles cualquier cosa, sea o no posible. Mientras exista esta visión obtusa de la democracia en los partidos, difícilmente podrá haber cambios sustanciales en los comicios, y lo que veremos en adelante serán formas de engaño cada vez más sofisticadas en unos procesos en donde la ética más elemental es la gran ausente.

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