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La marcha de la insensatez

JESÚS SILVA-HERZOG

El poder no solamente corrompe. También idiotiza. Ese es el argumento que desarrolla Barbara Tuchman en La marcha de la locura. No es infrecuente que el hombre de poder actúe en contra de su propio interés, que niegue realidad a los hechos, que ignore las advertencias de la prudencia y que se empecine en el camino de su propia ruina. La historiadora sospechaba que no había actividad humana tan torpe como la labor de gobernar. Podemos enviar naves al punto más distante del sistema solar, pero no sabemos cómo tomar buenas decisiones públicas. Tal vez, como sugería la historiadora, reside en el poder una propensión a la tontería. ¿No es eso su empeño de ignorar todo aquello que lo contradice, su disposición a desoír la crítica, su empecinamiento que llega a ser suicida? Se juntan en las cúspides del gobierno la arrogancia del mando y la paranoia que percibe peligrosa cualquier idea nueva. Por una parte, la convicción de que debo imponer mi voluntad; por la otra, la terquedad que enjaula en prejuicios.

"La insensatez es hija del poder", sentenciaba Tuchman. Al recorrer la historia y concentrarse en cuatro ejemplos del delirio político, concluía que el mando conspiraba contra el pensamiento. No hay palacio que reciba bien las ideas nuevas. El poder destroza así las herramientas de su eficacia. El deber de todo gobierno es actuar razonablemente para cuidar el interés de los ciudadanos y del Estado que representa. Para hacerlo necesita mantenerse siempre alerta, siempre despierto, con los ojos bien abiertos a las fluctuaciones de la realidad, escuchando la advertencia de los hechos, apreciando con sensibilidad riesgos y oportunidades. Dispuesto a cambiar cuando así lo dicte el interés superior. Para gobernar hay que escapar tercamente de la soga de la terquedad. Pero, al parecer, el espacio mismo de la política está configurado para la tontería. ¿En qué otro lugar se honra como ahí la obsesión, la ceguera, la intransigencia? A la terquedad la elogiamos como firmeza; a la ceguera la alabamos como idealismo, a la intransigencia le damos trato de dignidad. Insistir en el camino inicial, aunque lleve al precipicio. Cerrar los ojos a la contrariedad. Declarar la guerra al discrepante. Más que una casa de locos, la política es el lugar de los disparates: un refugio de la irracionalidad prestigiosa.

Pienso en esto al ver a la policía española golpear manifestantes en Cataluña. Golpes a ciudadanos inermes, patadas a personas que expresan una posición política, urnas arrebatadas violentamente, uniformados que rompen cristales y cerrojos de escuelas con lujo de violencia. El espectáculo es indigno de un régimen democrático. El nacionalismo español mordió el anzuelo del nacionalismo catalán. El referéndum convocado por el gobierno de Cataluña era, a todas luces, inconstitucional. Sentencias del máximo tribunal español, lo juzgaron así. El referéndum careció por ello de las mínimas garantías para una elección auténtica. Desconociendo el mecanismo, los defensores de la permanencia no tuvieron representación en las mesas; no hubo un censo de votantes ni mecanismos para impedir el voto múltiple. El soviético resultado que proclama la Generalitat expresa el tamaño de la aberración.

El referéndum, como tal, fue una farsa de la que no podrían derivarse consecuencias jurídicas. Si el voto no fue voto, era otra cosa, perfectamente legítima, incuestionablemente legal: un acto de expresión, la declaración de una postura compartida. Si el gobierno español desconocía el carácter vinculante del voto, estaba obligado a tratar a los manifestantes como eso: ciudadanos que ejercen un derecho. La provocación del gobierno catalán (declarar de inmediato y de manera unilateral la independencia tras el referéndum) logró su objetivo: activar la peor cara del nacionalismo español. El gobierno central se entregó a la trampa que le tendieron. El día de ayer obsequió a los independentistas una confirmación de su relato nacionalista. Si España ha quedado irremediablemente rota, ha sido por el golpe de los defensores del estado indivisible. La torpeza, la arrogancia, la brutalidad de una política que renuncia a la política para ser, solamente, un mazo de la ley. Había opciones, había espacio para la negociación, había lugar para la reforma. Tal vez hoy sea demasiado tarde. Así mueren los estados. Y también así nacen.

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