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Los abusos de poder y algunas consecuencias

JULIO FAESLER

La designación del Fiscal Anticorrupción, es el último componente que faltaba para completar el pesado y complicado Sistema Nacional de Anticorrupción que, a medida que ha pasado el tiempo, ha sembrado desconfianza en su eventual eficacia. El tema es de una adecuada importancia: no puede imaginarse la lucha contra la corrupción y su hermana la impunidad sin contar con el instrumento adecuado.

Examinando lo complejo que resultó el instrumento nos queda muy claro que habría bastado reforzar el Código Penal en vigor en lugar de embarcarse en un mecanismo que no puede funcionar contra la corrupción sin la indispensable designación de un Fiscal ad hoc como parte de todo el sistema. Sin embargo, trabar por cualquiera razón su designación resultaba de interés vital para los que veían la operación del Sistema Anticorrupción como su natural enemigo.

Es esto, exactamente, lo que ocurrió. En un condenable abuso se frenó dicha designación lo más posible valiéndose del intricado trámite legislativo que ello requería. El asunto, empero, no acababa ahí. Los partidos políticos habían incluido en el proyecto de decreto el que el actual Procurador General de la República pasaría automáticamente a ser el Fiscal Anticorrupción. No solo eso, la duración del cargo sería de nueve años que, para efectos reales, significaba que se extendería desde fines del sexenio actual, todo el siguiente y una porción del futuro hasta 2027.

Lo inadmisible de lo anterior provocó el vehemente rechazo de múltiples organizaciones cívicas lo que produjo que, el pasado noviembre de 2016, la Presidencia de la República promoviera una corrección al texto de la iniciativa. Por inexplicable que parezca, ésta no ha sido ni siquiera leída ni discutida en la Comisión del caso de la Cámara de Diputados.

El gigantesco abuso y arbitrariedad engendró como subtema un conflicto en la elección del partido político que deberá presidir el Senado en el período que ahora se inicia.

Los abusos mencionados han hundido el buen nombre del Poder Legislativo que se ha exhibido como una vulgar central de intereses preelectorales de todos los partidos políticos en conflicto por pretensiones presidenciales y no en una fuente de leyes y decretos para ordenar la vida nacional. Ésta es la bien ganada imagen de los señores senadores y diputados que está necesitando un drástico cambio.

La confusión en el campo legislativo es atribuible al mal manejo de las instituciones jurídicas con lo que se añade a la compulsión por multiplicarlas sin mejorar su labor. Lo que el país necesita es simplificar y no complicar sus estructuras.

Esta situación se parece a la que se presencia en nuestro vecino al norte donde, al igual que nosotros, el ritmo del gobierno se ha perdido por completo.

En efecto, en Estados Unidos su presidente se empeña en sembrar desconcierto y discordia, con la misma terquedad que la que han exhibido nuestros legisladores, que desaprovechan lo que puede utilizarse para seguir adelante con nuevas iniciativas.

Las decisiones que el Jefe del Ejecutivo norteamericano ha tomado desde el inicio de su mandato han sido tan destructivas en su país como las que hemos sufrido en México cuando se trata del buen orden y el respeto a las instituciones que son el baluarte de la tranquilidad y confianza de la ciudadanía.

Ambos países padecemos dañinos abusos de poder, allá los que expresan la obsesión que atormenta a su Presidente llevándolo a golpear a su pueblo en asuntos tan sensibles como la salud y la migración, acá cuando los legisladores que intencionadamente impiden el ajusticiamiento de la criminalidad sistematizada y la impunidad que la acompaña.

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