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Opinión - Miscelánea

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ADELA CELORIO

Palabras tan transparentes como 'negro', 'indio', 'judío', incluso 'mujeres', se empañan cuando son pronunciadas con desprecio por quienes seguramente no tienen madre.

En el país donde vivo, todos los caminos llevan a la melancolía. — Rosy Evelin Lima

Banderitas, rehiletes, serpentinas y harto confeti. Naranjas con chile, globos, cohetes y la banda municipal que desde el kiosco del parque musicalizaba nuestra gran fiesta nacional. Como los niños debían irse a la cama temprano, nunca nos quedábamos al 'grito'. “Puro indio, puro prieto huarachudo”, decía mi abuela materna. Todo moreno le parecía sospechoso. Debe ser porque, como buena jarocha, ella misma era morena y sospechosa. Necia como mi abuelo paterno, insistía en colocar en el portón las banderas de México y de España juntitas. Los borrachos de la cantina de enfrente imprecaban a la media noche: “Gachupines de mierda” y “Vayan mucho…”. El zaguán de la casa amanecía orinado.

El 16 de septiembre las niñas de mi escuela desfilábamos con uniforme de gala. Con la mano en el pecho cantábamos “al grito de guerra”. La vida era sencilla, la leche llegaba en botellas de vidrio, los niños jugábamos en la calle y los policías eran confiables. Íbamos a misa los domingos y todos los mexicanos éramos hermanos, aunque eso hay que reconocerlo; unos éramos más hermanos que otros. Las indígenas llegados de Zongolica a vender gallinas, quesos, aguacates, eran parte del paisaje, pero no de nuestras vidas. Las niñas indígenas no iban a mi colegio, ni a mis fiestas. Si entraban al servicio de la casa llegaban a ser buenas nanas o cocineras. Ellos podían ser jardineros o mozos, mas nada que ver con una clase media cuyo requisito no dicho era tener la piel clarita, güeros de rancho, pero güeros al fin. “Pobrecito el muchachito, salió bien prieto”, dijo con desprecio mi abuela cuando nació mi primo Manuelito. Si bien palabras como discriminación o racismo no existían en el lenguaje familiar, su significado era nuestra realidad cotidiana. Pasados los años, los libros, las penas y la vida misma ensancharon mi mundo. Descubrí que palabras tan transparentes como 'negro', 'indio', 'judío', incluso 'mujeres', se empañan cuando son pronunciadas con desprecio por quienes seguramente no tienen madre. En una de esas vidas que dan tantas vueltas, comencé a reconocerme en la mirada del tarahumara, del negro, hasta me casé con un judío. Descubrí que compartíamos la misma necesidad de lecturas, de pan, de igualdad y libertad. Pero, ¿cómo se desaprenden tantos prejuicios heredados si mi país sigue siendo el mismo? ¿Si ser güerito es tan bien valorado que hasta la primera dama ya es tan rubia como una danesa? ¿Cómo hacer si el desprecio a lo indígena es una herencia colonial que sigue permeando a todos los estratos de nuestra sociedad? Nuestro racismo confunde. Se le da reconocimiento a los artesanos; los políticos no pierden la oportunidad de fotografiarse abrazando a un huichol; las señoras ricas visten trajes regionales, empero, nada de eso rescata a nuestros indígenas de ser tratados como ciudadanos de segunda.

Cuando más claro es el tono de piel mejores son las oportunidades de trabajo y la aceptación social. “Pedían buena presentación y yo planché mi ropa, me arreglé lo mejor que pude y todo para que, mirándome con conmiseración, la persona que me entrevistó dijera: 'Estás muy bien capacitada y puedes hacer cosas mucho mejores, desgraciadamente no te podemos contratar porque tu físico no da con el perfil que requiere El Palacio de Hierro'”, cuenta una linda morenita. ¿Y si no nos gustamos nosotros mismos, a quién le vamos a gustar? Hace ya muchos años no comparto el enardecimiento que suscita el mes patrio. Como México no es de todos los mexicanos, los trajes regionales, el rebozo de Margarita Zavala y el tequila ya no me parecen patrióticos sino folclóricos. No obstante, la costumbre es muy fuerte y no puedo pasar desapercibida en estas fiestas. El 15 por la noche daré un grito que nos arropa a todos: ¡Viva México cabrones!

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