La semana pasada comentamos en este espacio cómo la presidencia de Donald Trump está acelerando la pérdida de liderazgo internacional de los Estados Unidos. Si retomamos los planteamientos de los estudiosos del sistema-mundo moderno, principalmente del italiano Giovanni Arrighi, podríamos asegurar que nos encontramos en una etapa de transición hegemónica, como las vividas en el pasado con el cambio de estafeta del imperio neerlandés al británico y de éste al dominio estadounidense.
Una observación crítica de estas transiciones geopolíticas permite ver que antes de concretarse el relevo, los niveles de conflictividad e inestabilidad del sistema aumentan considerablemente, incluso, hasta llegar a terribles enfrentamientos de alcance mundial. Así como de la Guerra de los Treinta Años del siglo XVII emergieron las Provincias Unidas de los Países Bajos como potencia hegemónica en Europa, de las Guerras Napoléonicas de principios del siglo XIX surgió el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda como la primera superpotencia global de la historia.
La actual hegemonía de los Estados Unidos estuvo precedida por las dos guerras mundiales que llevaron la crueldad y capacidad de destrucción humana a niveles nunca antes imaginados. La crisis sistémica de ahora que parece anunciar el repliegue de Norteamérica como la gran potencia rectora, está provocando la multiplicación de los focos de tensión y conflicto en virtud del ascenso de otras potencias que reclaman un papel cada vez más protagónico en el ajedrez geopolítico, principalmente la República Popular China, la Unión Europea y la Federación de Rusia. ¿Estamos frente un posible escenario de conflagración mundial en el futuro inmediato? Para intentar comenzar a responder esta pregunta primero debemos repasar cuáles son esos focos de tensión y los riesgos de que puedan convertirse en el detonante de un conflicto mayor.
Aun con los halagos y deferencias que Trump ha obsequiado en distintos momentos al presidente ruso Vladímir Putin, Estados Unidos y la Federación de Rusia mantienen fuertes diferencias en varias latitudes. Una de ellas está en Europa del Este, principalmente en Ucrania y los Países Bálticos, en donde las tropas de la alianza militar atlántica siguen incrementando su presencia en respuesta a lo que los países exsoviéticos consideran la nueva amenaza rusa. Con un gobierno prooccidental desde 2013, Ucrania se ha convertido en un dolor de cabeza para Rusia, cuya economía depende en buena medida de la exportación de gas hacia Europa con líneas que atraviesan territorios que antes pertenecían a la Unión Soviética.
La estrategia de Putin hasta ahora ha sido responder al despliegue de tropas de la OTAN con su propio despliegue de fuerzas a lo largo de su frontera con estos países y, según el gobierno ucraniano, financiando a los rebeldes prorrusos del este del país. La principal preocupación de Moscú es que Estados Unidos instale sistemas antimisiles cerca de las fronteras rusas, y debido a ello ha emprendido una búsqueda desenfrenada de aliados en la zona que hasta ahora ha cosechado el estrechamiento de lazos con Grecia, Hungría y Bulgaria. La principal preocupación de Washington y Bruselas, sede de la OTAN, es una hipotética invasión rusa a países o regiones de su antigua órbita, como lo hizo con Crimea.
En Oriente Medio los principales puntos de roce están en Siria y Afganistán, países con una fuerte presencia de grupos radicales islamistas. En ambos territorios, Putin ha aumentado su influencia en la búsqueda de estabilidad en la zona, con la ayuda de Irán, para mantener sus intereses económicos y de seguridad a salvo. En el caso de Siria, Moscú ha brindado un apoyo casi incondicional al presidente Bashar Al-Asad en su lucha contra los rebeldes respaldados por Occidente que lo quieren derrocar, y contra los extremistas del Estado Islámico, presumiblemente financiados por Arabia Saudita, aliado de Washington.
En el caso de Afganistán, a Putin le preocupa el avance de los extremistas islámicos que han aprovechado el caos que dejó la invasión estadounidense, y el impacto que pudieran tener estos grupos en Asia Central, en donde Rusia tiene fuertes intereses económicos en conjunto con China. Mientras tanto, la presencia estadounidense en Afganistán se resiste a desaparecer.
Turquía juega un papel determinante en la zona. Como potencia regional ubicada a medio camino entre Asia y Europa, ha ido modificando sus posturas y relaciones bajo el liderazgo de Erdogan. Ankara es un aliado estratégico de la OTAN y candidato a ingresar a la Unión Europea, no obstante, en los últimos meses se ha distanciado de Washington y Bruselas a raíz de las crecientes sospechas de que detrás del intento de golpe de estado contra el gobierno de Erdogan estuvieron las potencias occidentales. Además, Turquía se opone tajantemente a la creación de un estado kurdo, postura que lo hace chocar con Occidente. En este contexto, no resulta extraño que Erdogan haya comenzado a ver a Putin como un nuevo socio de diálogo.
Una pugna adyacente en la región con riesgo de escalada es la que libran el Reino de Arabia Saudita y la República Islámica de Irán con dos focos de tensión: Yemén, en donde se mantiene una guerra civil en la que Riad y Teherán juegan el papel de patrocinadores de los bandos enfrentados; y Catar, el emirato petrolero que recientemente está siendo presionado con un bloqueo por los saudíes para que detenga su acercamiento con Irán. El peligro de esta clara rivalidad por el control y hegemonía de la región es que mientras que Riad es un fuerte aliado de Washington, Teherán cada vez está más cerca de las posiciones de Moscú.
En el Extremo Oriente, el punto más caliente está en la península coreana. El duelo de amenazas que protagonizan desde la semana pasada Trump y el régimen comunista de Corea del Norte es un nuevo capítulo en la lucha de Estados Unidos por meter en cintura a Kim Jong-un, quien ha volcado todos los esfuerzos de su país a construir un arsenal nuclear capaz de atacar Norteamérica. Aunque para muchos analistas el riesgo de un enfrentamiento abierto en el corto plazo es poco probable, la disputa es suficiente para desestabilizar a la región. Mientras que China es el principal aliado de Pionyang y, según analistas, no toleraría una intervención estadounidense tan cerca de sus fronteras, los desafíos de Norcorea se han convertido en la excusa perfecta de Washington para incrementar su presencia en la parte sur de la península con la instalación de un escudo antimisiles que Beijing observa con bastante recelo.
Pero Corea del Norte no es el único punto de desacuerdo entre las dos superpotencias. Desde hace años Beijing reclama la legitimidad de su dominio en el Mar de China Meridional, dominio que es disputado por Estados Unidos. Para el gigante asiático el control de estas aguas es fundamental para apuntalar su proyecto económico más ambicioso: el Cinturón y la Nueva Ruta de la Seda, con el cual pretende convertir a Eurasia en el nuevo eje de la economía mundial que ha estado en el Atlántico Norte desde hace 200 años.
La pieza más reciente del rompecabezas está en Sudamérica y se llama Venezuela. El endurecimiento del régimen chavista de Nicolás Maduro ha provocado una amplia reacción en América que hasta la semana pasada se había mantenido en los términos diplomáticos. Pero el hecho de que Trump haya dicho que su gobierno no descarta una opción militar, encendió las alertas en todo el mundo, principalmente en los socios y aliados de Venezuela. La defensa política que ha emprendido Putin del régimen de Maduro y el creciente apoyo económico de China hacen pensar que la crisis venezolana es un capítulo más del reacomodo que se está dando a nivel mundial.
¿Estamos caminando hacia un nuevo conflicto de alcances mundiales? Hay que seguir de cerca los acontecimientos en todos los escenarios arriba mencionados para descubrir oportunamente la respuesta.
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