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Entre la fe y la fortuna

JESÚS SILVA-HERZOG

El presidente y su secretario de Gobernación han tenido una extraña coincidencia recientemente. Ambos invocaron lo sobrehumano para defender su política. Dejaron a un lado el vocabulario democrático y los argumentos de racionalidad para apelar a las divinidades. Me parece curioso, aunque dudo francamente que tenga importancia. Sabemos bien que no suele haber mucha miga en sus dichos. Ninguno de estos dos priistas se ha distinguido por su elocuencia. Aun así, vale detenerse en sus palabras. Mientras el secretario de Gobernación pidió tener fe en el trabajo de la Procuraduría, el presidente encomendó a la diosa Fortuna el último tramo de su sexenio. Dos rezos por el bien de la república. Digo que tiene gracia y que, tal vez, puede sacarse algo de ahí, no que sea importante. Me queda claro que ninguno llama a misa ni a participar en un rito.

En apariencia podría decirse que hay sintonía entre estas líneas: dos defensas de lo indemostrable, dos invocaciones a los poderes celestiales que nos apartan de los parámetros terrenales. Cada una refleja, sin embargo, una cosmovisión propia. Quien invoca la fe espera y confía sin exigir prueba alguna. El hombre de fe no necesita pruebas para confiar en la bondad infinita de Dios. Quien habla de la fortuna, por el contrario, reconoce lo que escapa del control humano. El azar nos obliga a la prudencia. La idea de la fortuna es un llamado a asumir la responsabilidad que le toca a cada quien en el juego de la historia. La primera es radicalmente incompatible con la dinámica democrática; la segunda indispensable para la salud política. Exploro en esta divagación la diferencia.

La fe, dijo San Agustín, es creer en lo que no ves. Su recompensa será ver lo que crees. La fe que nos pide el secretario de Gobernación es eso: ceguera esperanzada. Una convicción de que las instituciones del gobierno actuarán correctamente, que acatarán la ley puntualmente, que asumirán su responsabilidad. Se trata de una devoción que no pide prenda. Si tomamos en serio la expresión del político, se trataría de una persuasión tan intensa no necesita de garantías, que debe apartarse de todas las decepciones previas y que debe excluir cualquier sospecha. Creer a ciegas.

Muy distinta de la fe es la confianza. La confianza es una relación que se alimenta cotidianamente. Puede ser digno de confianza quien cumple lo que promete, quien habla la verdad, quien respeta la ley y al otro. La confianza está a prueba todo el tiempo precisamente porque no es un acto de fe. Necesita vencer la sospecha. Todo gobierno democrático necesita cultivar la confianza de la ciudanía. En ella se basa la legitimidad. Tendría sentido que el secretario de Gobernación pidiera confianza, pero sería absurdo que la sociedad la otorgara. ¿Por qué habríamos de confiar en la Procuraduría? ¿Habría algún fundamento para creer que cumplirá puntualmente con su deber? Nuestra experiencia, nuestros recuerdos cercanos y los remotos nos impiden otorgar ese voto. Más aún: resulta inaceptable la insinuación de que es un deber cívico el confiar o, en el vocabulario del político, tener fe en las instituciones gubernamentales. La única actitud cívica en estos momentos es precisamente la desconfianza vigilante.

A muchos ha fastidiado la alusión que hizo el presidente de la diosa Fortuna. A mí no. No me parece ofensivo el repentino paganismo presidencial. Me agrada, incluso, la indirecta referencia al más sabio de los pensadores políticos, Maquiavelo, quien habló en repetidas ocasiones de la importancia histórica de la diosa. No hay político, por poderoso, por cultivado que sea, que sujete todos los hilos del poder. Siempre hay imprevistos, siempre hay sorpresas. Nadie puede anticiparlo todo, nadie puede controlarlo todo. Por eso decía Maquiavelo que había que cortejar a la Fortuna con determinación, que había que reaccionar a sus caprichos con agilidad, que había que anticipar el infortunio. Soberbio es el político que descree de la intervención del azar en el mundo.

La fortuna controla la mitad de la historia. Sólo la otra mitad corresponde a la actuación humana. Es esa mitad la que configura el ámbito de la responsabilidad política. La diosa Fortuna no suele cuidar a quienes se desentienden de ella.

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