EDITORIAL Sergio Sarmiento Caricatura Editorial Columna editoriales

Violaciones y vicios

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

Por violaciones menores a derechos fundamentales como las cometidas o solapadas por esta administración, más de un gobierno ya habría caído. Tal posibilidad no pasa de ahí porque el país carece de instituciones fuertes y autoridades firmes en los otros poderes, institutos e instancias partidistas que, en una democracia consolidada, servirían al propósito de balancear, apoyar y acotar al Ejecutivo y fortalecer el Estado de derecho.

Sin esa precondición y con una sociedad que no acaba de transformar su enojo en exigencia inteligente y acción organizada, la administración se ríe y burla del malestar social y, por momentos, lo reta a ir más allá de la queja y la crítica. Segura, quizá, que la furia no pasara de la revuelta y, de ser así, podría sofocarla con una mano en la cintura y otra en el tolete. A fin de cuentas, una revuelta -por las acepciones de su significado- es simple alboroto y, a la vez, repetición de vuelta que, justo por eso, no rompe paradigmas ni escapa del punto de partida.

Sólo así se entiende por qué la administración se desinteresa por cerrar bien su gestión y sí, en cambio, se desvive por prevalecer a través de algún integrante de su grupo. Al parecer, el alma de esa codicia no sólo deriva del privilegio de mandar sin obedecer ni atender, sino también del miedo a ser juzgado precisamente por haberlo hecho. Y, sobra decirlo, cuando el miedo hace presa a su víctima, cometer locuras no es algo extraordinario.

La violación de derechos fundamentales no es menor y sí grave.

Desatender a los familiares de personas muertas o desaparecidas. Privilegiar la persecución sobre la prevención del delito. Descuidar el derecho a la vida, la integridad, el patrimonio y la seguridad de las personas. Mantener en la pobreza a millones de seres y aprovechar su rentabilidad política. Dar largas al combate decidido al saqueo de recursos públicos o a la extorsión en el otorgamiento de obras y servicios públicos. Oír sin escuchar. Usar los aparatos y recursos de seguridad para espiar no a quienes atentan contra el Estado de derecho, sino a quienes se empeñan en fortalecerlo. Socavar la democracia, convirtiendo el voto en mercadería sujeta a compra y venta y reduciendo la participación ciudadana al ejercicio electoral sin mucho de dónde escoger. Borrar la frontera entre política y crimen, negando haber pactado. Cubrir bajo el manto de la impunidad a colaboradores directos o no que hacen de la posición, puesto de enriquecimiento y ejercicio de negligencia...

La violación de derechos no es menor y sí grave.

Si sólo el grupo tricolor incurriera en esos vicios, pero no los otros poderes, institutos y partidos, el deterioro político y el malestar social contarían con instrumentos y recursos para contener y acotar las malas prácticas que tienen a México contra la pared. El país no se encontraría en la complicada encrucijada donde se ubica, una situación lamentable donde su rescate día a día se dificulta.

La alternancia en el Legislativo y el Ejecutivo en la escala federal, estatal o municipal no generó una alternativa. Hay políticos y servidores públicos de excepción, hombres y mujeres extraordinarios, pero no integran una fuerza. La alternancia se redujo a turno y, algo peor, la oposición panista y perredista lejos de jalar al priismo a la cultura democrática del ejercicio del poder, fue arrastrada por éste a la subcultura de la simulación y la corrupción, la complicidad con dividendos.

Los dirigentes y cuadros partidistas protagonizan y escenifican ser distintos, pero no marcan diferencia. Son, alguna vez ya se había dicho aquí, muy igualados.

Si esa complicidad -ya no sólo en el grupo priista, sino en el conjunto de la clase dirigente- se limitara al robo de recursos públicos, la extorsión de recursos privados o la transa de puestos y cargos, el país estaría frente a un problema difícil de resolver. La situación, sin embargo, es todavía más complicada.

A la corrupción, se agregó la perversión política. La elaboración y canje de leyes hechas sobre las rodillas que, al aplicarse, resultan un galimatías. (Ahí está la reforma electoral que abominan los partidos, siendo que sus legisladores la elaboraron y designaron por cuota a quienes deberían de aplicarla). El otorgamiento de derechos en las leyes que, luego, se anulan o limitan en su reglamento o instrumentación. La conformación de institutos y sistemas que, en su estructura, dirección o presupuesto, se neutralizan o nulifican.

Pese al propósito declarativo, esos nuevos instrumentos no sólo no se consolidan sino que se reblandecen. Son como el socavón del Paso Exprés de Cuernavaca, tienen vicios en su diseño y estructura que, en el apuro, la clase dirigente atribuye a los encargados -consejeros, magistrados, comisionados y comités- que gustosos aceptaron operarlos. Encargados a quienes, a sabiendas de los defectos de la obra, los entusiasmó el cargo, pero no mucho la función.

Apoyados en el tripié de la corrupción, la transa y la perversión, y afectados por una miopía incorregible y una complicidad irreversible, la clase dirigente se interna en un laberinto. Incurre en la violación de derechos fundamentales, desatiende a la ciudadanía, carece de las instituciones que amortigüen sus desatinos y no halla cómo conservar sus privilegios o, en la derrota, cómo escapar a su propia condena.

En estos días, solo la articulación de los organismos y movimientos ciudadanos que, pese a la adversidad o la perversidad política, van por más o exigen cambios ahora, oxigena la atmósfera enrarecida por la voracidad y el miedo de quienes aún hoy se dicen los profesionales de la política y exhiben su fiasco como una gema.

Leer más de EDITORIAL

Escrito en:

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

TE PUEDE INTERESAR

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 1362765

YouTube Facebook Twitter Instagram TikTok

elsiglo.mx